Monday, August 14, 2017

Por qué la cuestión judía no tuvo buena respuesta en 1929 - Benjamin Balint - Haaretz



En 1929, Albert Londres, de 45 años de edad, ya uno de los periodistas más afilados y reconocidos de Francia, partió para cubrir "la cuestión judía" a Inglaterra, Europa del Este y Palestina. Londres, nacido en 1884 en una familia obrera no judía en Vichy, había servido como corresponsal de guerra en el frente belga durante la Primera Guerra Mundial para Le Matin y también cubrió el nacimiento del nacionalismo árabe en Siria en 1919, el hambre generalizada en la Unión Soviética en 1920 y llegó a conocer a Mahatma Gandhi en la India en 1922.

El estilo de Londres se basaba en un escrutinio atemperado por la compasión por los indefensos  y oprimidos. A mediados de la década de 1920, después de unirse al diario Le Petit Parisien, viajó hasta la infame colonia penal francesa en Cayena, una colonia de trabajos forzados en el norte de África, y documentó los abusos en los asilos de lunáticos franceses y el tráfico de mujeres en Argentina. En cada caso, aportó una atención exigente y un toque irónico a sus informes. Su tiempo gramatical preferido era el "presente íntimo". Pierre Assouline, en su biografía de 1989 de Londres, lo denominó "el poeta de la historia inmediata".

A su regreso de seguir los pasos del "judío errante", Londres recogió sus 27 despachos a los periódicos en un libro titulado "El judío errante ha llegado", publicado originalmente en 1930. El libro, que Assouline me comentó en una entrevista telefónica, es considerado como "uno de los más importantes de Londres y una de sus obras más duraderas", fue publicado en hebreo en 2008, y ahora aparece en una fluida traducción del inglés de Helga Abraham. Ello nos ofrece una visión única, a través de los ojos de un extraño, de la vida judía en la Europa del Este al borde de una catástrofe inminente.

Londres comienza su búsqueda del "Judío errante" en el East End de la capital británica. Paseándose por Whitechapel Road, observa como los escaparates exhiben los retratos de Lord Balfour y Theodor Herzl, "el Papa del sionismo". Un comerciante judío le dice a Londres que "temblaba de orgullo" cuando sus dos hijos lucharon con el uniforme británico durante la Primera Guerra Mundial. "Tengo la más profunda gratitud hacia Inglaterra", le dice el tendero. "Estos países tan inteligentes nos veían como hombres, no como demonios aterradores. Nos trataron como iguales. Depende de nosotros demostrarles que no se equivocaron".

Visitando las comunidades judías en el continente, sin embargo, Londres encuentra muchos menos motivos de optimismo. Junto con un intérprete que habla 13 idiomas - incluido el ruso, el polaco, el yiddish y el hebreo -, Londres se conmueve, por un lado, por las escenas de gran dignidad. Visitando un heder (una escuela primaria religiosa) en los Cárpatos, escucha la "música intoxicante" de los niños cantando hebreo. En Varsovia, se queda paralizado por la visión de los estudiantes de yeshiva, unos "acróbatas de la mente" como él los llama, ahogándose en las complejidades de los textos talmúdicos. No puede dejar de admirar su pasión por el aprendizaje, sus mentes activas, la fidelidad a sus orígenes. En Oradea (Grosswardein), un shtetl en la frontera rumano-húngara, Londres se hospeda con los primos de su intérprete que habían sobrevivido a un reciente pogrom. Ante la mesa de viernes por la noche, sus anfitriones cantan melodías "que le conmueven el corazón como un barco partiendo", y que le transportan a otro reino más elevado, lejos de los temores a las matanzas.

Por otro parte, Londres confronta el hedor agrio de una pobreza abyecta. Se encuentra con judíos vagabundos congelados hasta los huesos. Superado por la emoción, escucha sus letanías que narran las desgracias, afrentas y burlas que soportan. En el gueto de Lvov, el periodista visita a los miserables judíos, con sus "cabezas encorvadas entre los hombros por el mazo de la miseria". Apenas puede creer las escenas de casi hambre que observa. "Los dos judíos que estaban conmigo lloraban, y por las noches, aunque estaban de acuerdo en sentarse a mi mesa, no podían comer".

Ahí Londres aprende a distinguir entre el pogromo meramente sangriento y el pogromo sádico. En Ovruch (actual Ucrania del noroeste), por ejemplo, las víctimas fueron azotadas mientras cantaban una melodía del Shabbat llamada "mah yafit" ("mayufes", en la pronunciación yiddish), que significa "qué hermoso". La ironía no está ausente de Londres: "Fueron los judíos los que inventaron el chivo expiatorio. Las naciones del Este conservaron la idea. Pero reemplazaron al chivo por el judío".

Por fin, consigue una audiencia con el Gerber Rebbe, el líder hasídico Avraham Mordechai Alter. "¿Hay más de un goy al año", se pregunta, "que pueda presumir de tal honor?" Aunque el reverendo rabino saluda al visitante con "una mirada tan dura como un diamante", Londres pregunta valientemente a través de su intérprete qué tiene que decir sobre la horrible pobreza, sufrimiento y exilio de los judíos. "El dice que uno debe confiar sólo en Dios", responde el intérprete.

"Cada nación tiene su propia imagen", afirma Londres. "Todo lo que tienes que hacer es mirar las imágenes de las monedas. Están impresas con la imagen de un gallo, de una cabeza de mujer, de una gavilla, de un águila o de un rey. La imagen del pueblo judío debe ser cubista: brazos de un lado, cabezas en el otro, piernas en un rincón y el tronco desaparecido".

Una y otra vez, Londres pregunta a los judíos de Europa del Este con los que se reúne si el sionismo podría restaurar ese tronco. Si un retorno a la Tierra Prometida podría resolver su papel de chivo expiatorio y responder a la pobreza y los pogromos. La mayoría descarta esa noción. En Czernowitz, un librero le dice a Londres que la reunión de los judíos aún no ha sido proclamada. La redención, murmura, "no está en manos de los hombres".

En busca de esos judíos que sí habían tomado la historia entre sus propias manos y se habían unido en una comunidad consciente, Londres dedica el último tercio de su relato a la vibrante vida en la Palestina del tumultuoso y sangriento año 1929, año que el historiador Hillel Cohen denomina "año cero del conflicto árabe-israelí". Londres se maravilla de Tel Aviv," brillante, espaciosa, soleada y blanca. Emana una feroz determinación de abandonar el gueto". Se asombra al ver a judíos con el cuello abierto y afeitados, ya no meros sujetos, sino ciudadanos caminando "en medio del pavimento, sin preocuparse de tener que ceder su lugar a un polaco, un ruso o un rumano". Se reúne con Meir Dizengoff, el primer alcalde de la ciudad, y con Pinchas Rutenberg, que estableció la red eléctrica del país.

Y en medio de esta aparente imperturbabilidad, se asombra del renacimiento de un lenguaje encantado de la historia: "Es en hebreo que un niño llama a su madre, que un amante miente a su amada y con el que los letreros de neón atraen a los transeúntes", escribe Londres. "Descendidas directamente de la corona de Dios, las letras sagradas parpadean hoy por encima de las puertas".

Pero incluso aquí, en medio del renacimiento de una vida nacional suspendida, el periodista permanece alerta a los temblores causados ​​por la llegada de los judíos errantes. Se sienta con Raghib Nashashibi, entonces el alcalde árabe de Jerusalén, que instruye a Londres sobre la implacable hostilidad árabe hacia la presencia judía en Palestina, y que promete derramamientos de sangre una vez que las autoridades británicas del Mandato hayan abandonado el país.

"No puedes matar a todos los judíos", le dice Londres. "Son 150.000. ¡Les llevaría mucho tiempo!"

"No", le responde [Nashashibi] con una voz muy suave. "¡Solo dos días!"

"¿Setenta y cinco mil por día?", le pregunta Londres.

"No hay problema", le responde el dirigente árabe.

El espeluznante intercambio le proporciona a Londres una nueva visión no sólo del temor árabe a un desplazamiento, sino también de la precaria posición de los pioneros judíos. "¿Huisteis de los pogromos de Europa para caer en los de Oriente?", se pregunta.

Londres no tiene miedo de hacer una pausa, reflexionar y admitir su incomprensión. En el episodio más conmovedor de este libro, reporta su encuentro en Kishinev (Moldavia) con un pionero de 28 años de Palestina. Alter Fischer, como se llama, es el personaje más cercano a un trágico héroe en el drama de Londres. Un sobreviviente de las cicatrices del pogromo de Zhitomir en 1919, Fischer había regresado a Europa en el vano intento de convencer a otros de que lo siguieran. Sin embargo, Fischer sólo se encuentra con la pasividad y la resignación. "¿Quién puso la idea del Mesías en sus cabezas?", le pregunta a Londres. A fuerza de esperarlo, todos serán asesinados.

Londres mismo no viviría para presenciar la matanza. En 1932, después de publicar este libro, se embarcó en una misión secreta para informar sobre la guerra sino-japonesa. En su camino de regreso, tomó un transatlántico que regresaba a Marsella desde su viaje inaugural en  el Lejano Oriente. La nave se incendió y se hundió en el Golfo de Adén. Londres murió a la edad de 48 años. Hoy, un prestigioso premio de periodismo - el equivalente francés al Premio Pulitzer- lleva su nombre.

La calidad de la observación de Londres es digna de nuestra atención. Nos permite tener una mirada fresca y retrospectiva, por dolorosa que sea, de las casi nueve décadas que han transcurrido entre su forma de darse cuenta de lo que sucedía y la nuestra. "Nuestra profesión no es dar placer, ni hacer daño", dijo una vez Londres. "Es meter la pluma en la herida". Al dar voz a un mundo judío en vísperas de su ruptura, y no sanado hasta el día de hoy, su pluma encontró toda la medida de su poesía y elocuencia.

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