Friday, January 27, 2006

Palestina, cadena perpetua - Serafín Fanjul - ABC

En cierta ocasión comentó Golda Meir: «Nuestro conflicto con los palestinos acabará el día en que ellos amen a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros». Han pasado más de treinta años desde aquella sentencia y vemos hoy que se ha avanzado aún muy poco en lo sustancial: y es el empecinamiento enloquecido y fuera de la realidad que muestran los dirigentes árabes en la pretensión de acabar con Israel en sentido absoluto.

Pero ahora hay en todo esto un agravante químicamente puro y con el que la negociación es imposible: el fanatismo religioso dirigiendo la operación y controlando la vida cotidiana de la muy desgraciada población palestina, provocando casos terroríficos, por la vigilancia de las «buenas costumbres», como el linchamiento y asesinato (13-04-05) de Yusra al-Azami a manos de una Brigada Antivicio. El delito de la infeliz había sido pasear por la playa con su prometido y con su hermana de carabina: le faltaba un mes para casarse. Esta presión criminal sobre las gentes, amén de la corrupción archisabida de Fatah y la borrachera verbalista a que tan aficionados son los árabes, incapaces demasiadas veces de distinguir entre realidad e hipérbole, han producido el triunfo electoral de Hamás.

Algo que -digámoslo aunque sea a toro pasado y se nos pueda motejar de profetas de lo ya visto- hace mucho percibimos en las poblaciones árabes, no sólo en la palestina: si hay movimientos terroristas islámicos es porque un caldo de cultivo amplísimo los sostiene moral e ideológicamente, cuando no con dinero, incluso entre infinidad de personas que nunca matarán una mosca.

El alborozo con que por esas latitudes se recibieron los atentados de Nueva York, Madrid, Londres o Bali y que los líderes europeos escamotean a los pueblos de Europa -«para no alarmar»- maquillando los datos de las encuestas o recortándolos sin más, es un buen exponente de lo que de hecho podemos esperar. Y no otra cosa.

Es problema de psicología social, no de política; es decir, una cuestión de fondo que no se conjura con elucubraciones periodísticas ni con patéticas excursiones de indocumentados marchantes de la Alianza de Civilizaciones.

El mito del palestino puro y bueno frente al malvado judío ha crecido a su aire: ahora los politiqueros de este lado del mar no saben qué hacer. Hace unos días señalábamos en estas páginas las dificultades de Israel para adoptar una política de distensión ante un enemigo que se cree en posesión de la verdad divina y que, por consiguiente, no va a rebajar un adarme su delirante pretensión de «echar a Israel al mar» y constituir en Palestina un estado islámico: como para temblar ante la suerte que aguardaría a todas las Yusra al-Azami de la tierra, por añadidura a los judíos que -guste o no a los palestinos- son ya tan del país como ellos.

La imposibilidad de maniobra de Israel hará perdurar las facetas más rígidas de la primitiva política de dureza de Sharón, arrumbando todo viso de negociación, de distensión y mejora en la vida de los palestinos para dos o tres generaciones más.

Porque la otra alternativa -lógicamente ridícula para cualquier israelí- es impensable: la rendición preventiva, al estilo «lo que sea» que por aquí se gasta. Y por cierto, el siempre luminoso Moratinos ¿qué nuevo prodigio nos depara para resolver ya, ya mismo, el problema de Palestina?

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