Wednesday, July 22, 2009

Perversa infancia - Gabriel Albiac - ABC

No hay más esencia del animal humano que el deseo. Tres siglos antes del escándalo freudiano, un judío español nacido en Ámsterdam dio la fórmula: «el deseo es la esencia misma del hombre». Freud culmina su lógica: ni horror, ni crueldad, ni guerra, ni placer homicida son accidentes en la historia humana; son determinaciones de esa esencia. Pocos momentos hay tan inteligentes en el siglo como aquella conversación que el joven Koestler cruza con el ya moribundo Freud del exilio londinense. El aprendiz trata de hacer una cortesía al maestro. Dice que es incomprensible que un pueblo tan civilizado como el alemán haya podido dar origen al monstruo nazi. Y el viejo lo fulmina: nada hay de incomprensible; toda mi obra enseña que eso era necesario. Es la especie. Cualquier lector de Freud recuerda su conciso axioma: «Nadie prohíbe lo que nadie desea»; el universal veto de matar es síntoma de un universal deseo. Desmoronadas las mentiras piadosas que enmascaran nuestro rostro, queda esto: que somos animales predadores y hablantes; que llevamos «el placer de matar» en nuestro código genético; que a ese placer, que con todos los predadores compartimos, sumamos la potencia simbolizadora que pone el lenguaje, su arte de disfrazar lo brutal en nuestros deseos. Cuando hay suerte -y una férrea doma-, los deseos acaban por ajustarse -aunque siempre lo hacen de mala gana- a lo que la constricción de lengua, reglas, normas, leyes dicta; y por reprimir, así, su fuerza destructiva; y hacer de su lógica bélica, armisticio. Pero, aun entonces, por debajo, siempre el torrente primordial del predador resuena. Y el riesgo de que emerja jamás se disuelve. Llamamos ética a la desesperada lucha que, de nacimiento a muerte, debe librar cada hombre, solo, contra la bestia que en él late; la nunca ganada guerra contra el placer oscuro de dañar al otro.

No hay origen angélico en lo humano. El disparate más trágico de nuestras sociedades es ése: proyectar en la infancia una intacta inocencia que la edad iría empañando; fantasear un utópico retorno al infantil paraíso perdido. Lea, quien pueda sentirse tentado por tales insipideces, al gran William Golding, cuyo Señor de las moscas daba, en 1954, la más bella narración del fondo perverso en el cual debe despeñarse una mente infantil no reprimida. «Nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos», sentenciaba Spinoza. Y, si ese apetecer o desear pasa por el dolor, la humillación, la muerte de otro, entonces, al dolor, humillación y muerte ajena llamaremos virtud. Es un automatismo eficaz para el torturador de Auschwitz; lo es para el violador de once años. Es la esencia de lo humano: sólo el temor a la ley -al coste de violarla- contiene a la bestia que somos; a cualquier edad. Nada hay que el animal humano no acometa en aras de su mayor placer. Salvo aquello que pueda acarrearle un displacer más alto. Educar es domesticar. Reprimir cuanto escapa a código. En ausencia de ello, la perversión polimorfa del niño -su universal disposición a perseguir su placer en cualquier cosa- se enquista para siempre. Y un adulto infantil es un latente homicida.

Decenios de «educación no represiva» -ese oxímoron- trajeron esta sociedad enferma. De infantilismo. Esto es: de crueldad. De vez en cuando, nos abofetean cosas horribles: niños que violan, torturan, asesinan... Fingimos asombrarnos. Y es mentira. Violar, torturar, asesinar es lo propio de la cría humana no domada: nuestro más sombrío invento.

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