Thursday, May 27, 2010

El enfermo (¿desauciado?) y su sintomatología (Dioses en el Senado - Gabril Albiac - ABC)





Chateaubriand fue testigo, en el agónico verano que sigue a Waterloo, de esta alucinada escena, a la cual la pluma prodigiosa de sus Memorias de ultratumba, da resonancia de mito fundacional en la política moderna, y de cuya anecdótica verdad tenemos doble testimonio en las Memorias de su esposa y en las de Beugnot: «De pronto, se abre una puerta: entra silenciosamente el vicio apoyado sobre el brazo del crimen, el señor de Tayllerand avanzando del brazo del señor Fouché; la visión infernal pasa lentamente ante mí, penetra en la habitación del rey, desaparece».

Ya no hay gigantes en política; aun cuando, como los dos compinches a los cuales el mayor prosista de las letras francesas entrega al paredón de la posteridad, fueran gigantes del crimen. No hay ni siquiera ya eficientes burócratas. Sólo anodinos parásitos, que devoran, monótonos, las arcas públicas hasta dejar a este pobre país exhausto, sin capacidad siquiera de hacer el gesto mínimo de aplastarlos con la uña, como se aplasta una chinche henchida de nuestra sangre. No podremos contar a nuestros nietos que vimos a dos colosos del mal maquinar la perdición de un país. Nuestro relato podrá sólo ser grotesco. Narraremos, con la torcida sonrisa del que sabe que, si eso fue posible, lo fue por mor sólo de nuestra cobardía, cómo, en una alucinada sesión del Senado, vimos a un andaluz con pocas letras escuchar, en la voz del traductor simultáneo que un auricular le transmitía, el chapurreo que, en irrisorio catalán, emite un andaluz analfabeto en ambas lenguas.

Sucedió, contaremos, en el año de la ruina. Pero no es el dinero que ese sainete costó lo relevante. La tragedia es la estólida seriedad de los actores. Puede que ni siquiera hayan percibido ellos el fantástico corte de mangas que hacen a la inteligencia. No es culpa suya. Ellos no son más que las ridículas criaturas que nosotros creamos. Ni siquiera se burlan. No conscientemente. La burla no les interesa. Sí, el dinero. Ese que, día a día, se embolsaron. Y el que hicieron embolsar a sus parientes: esposas, hijas, todo aquel que caía lo bastante cerca. El poder en España, en estos años, no ha sido más que el medio para que una casta iletrada se enriqueciera suntuosamente. Enriqueciera a los suyos. Y exhibiera el lujo cursi de conversar entre sí -como si conversar supieran esas gentes ayunas de saber y lengua-, traductor mediante. Ni las más arbitrarias tiranías soñaron recrearse con un capricho así. «Si, para que entre usted y yo exista transmisión de palabra se precisa la mediación litúrgica de un vicario, es que usted como yo debemos de ser dioses». Y el iletrado ministro, y el iletrado presidente autónomo, dejan de ser, en su más loca fantasía, el par de pobres diablos que el espejo les devuelve. Son dioses, de repente, dioses de lengua arcana. Y se sueñan fouchés y talleyranes: inmensos criminales forjadores de Estado. Y son menos que chinches. Pero nosotros fuimos ya castrados hace mucho. Ni siquiera nos queda la poca energía de hacerlos estallar con el gesto de una uña. Es el enigma.

¿Con qué culpa cargamos para que, ya tres décadas, hayamos aceptado mantener a esta gente y, si no reírles las gracias, sí pagárselas? Somos un pueblo enfermo. Hijos de una dictadura que nos legó esta herencia: soportar en silencio. Ni siquiera reír a carcajadas. Hacerlo a puerta cerrada y con el gesto amargo. Apenas un instante antes de que estalle el sollozo. Y añorar -por más que sea horrible- la épica del gran vicio y el gran crimen, que Chateaubriand conoce. Nosotros no. Nosotros moriremos comidos por los parásitos. No por los grandes felinos.

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