Tuesday, August 30, 2011

Muy interesante: La pasión secreta del nuevo antisemitismo - Assaf Sagiv - Azure


Fotografía de Zachi Evenor

El aclamado director danés Lars von Trier probablemente sólo hizo el payaso cuando, durante una conferencia de prensa en Cannes, en el Festival de Cine, anunció que "entendía" a Hitler, e incluso "simpatizaba un poco con él". En respuesta a la evidente incomodidad del auditorio, von Trier, un veterano chistoso, se apresuró a aclarar que no tiene "nada en contra de los judíos", aunque no pudo dejar de admitir que "Israel es un grano en el culo". Pero la piedra que había lanzado ya había alcanzado el fondo del pozo, y ni siquiera su disculpa oficial podría disminuir la impresión dejada por sus comentarios. Von Trier fue declarado persona non grata por la junta directiva del festival y salió rápidamente con el rabo entre las piernas. Es dudoso que obtuviera algún consuelo de aquellos que salieron en su defensa: el viceministro de cultura en Irán, un país no precisamente conocido por su tolerancia, se apresuró a denunciar el tratamiento de Cannes al director, calificándolo de una mancha oscura en la historia del festival.

Es ciertamente posible que los comentarios "impolíticos" de von Trier no fueran más que un mal ejemplo del "humor danés", como más tarde argumentaría. Pero entonces, probablemente, nunca se habría atrevido a dar voz a esas bromas si no se sintiera seguro de que, por lo que a los judíos se refiere, ya se puede decir cualquier cosa hoy en día. Y en efecto, a pesar de la gravedad de la respuesta de los medios de comunicación y de la reacción negativa del público, tal creencia no estaría totalmente fuera de lugar: las actitudes descaradamente antisemitas, que una vez se recibieron con desprecio y repugnancia, lentamente empiezan a reaparecer en el discurso europeo más habitual. Las principales figuras intelectuales y culturales ya no dudan en arremeter contra el pueblo judío. El reconocido músico griego Mikis Theodorakis, por ejemplo, proclamó en 2003 que los judíos "eran la raíz del mal". Tras desencadenar una tempestad de críticas, Theodorakis trató de mitigarlas con la afirmación de que sus palabras estaban dirigidas exclusivamente contra el gobierno de Israel y los consejeros judíos del presidente estadounidense. Sin embargo, en una entrevista que concedió recientemente a una cadena de televisión griega, dejó poco margen para la duda: "Todo lo que hoy sucede en el mundo tiene que ver con los sionistas", afirmó, y añadió, "en buena medida, los judíos americanos están detrás de la crisis económica mundial que también ha afectado a Grecia".

José Saramago, el escritor portugués ganador del Premio Nobel de Literatura de 1998, cantó una canción similar en 2002, cuando anunció que el bloqueo israelí de Ramallah estaba "en el espíritu de Auschwitz... Este lugar se ha convertido en un campo de concentración". Al igual que Theodorakis, Saramago insistió en que su crítica mordaz del Estado judío no era en realidad antisemita. Su vigorosa negación, sin embargo, era incompatible con una declaración que realizó tan sólo unos meses más tarde. Durante una visita a Brasil, Saramago anunció que los judíos "no merecían ninguna simpatía por el sufrimiento que experimentaron durante el Holocausto". Después de todo, "ellos no aprendieron nada de los sufrimientos de sus padres y abuelos”. Además añadió que los judíos, y los israelíes en particular, habían desarrollado la necesidad de endurecer su moral (“una gruesa piel”) de generación en generación.

Habiendo sido blanco repetidamente de procesos de aniquilación, difícilmente unos pocos ataques verbales, por repugnantes que puedan ser, deberían afectarlos. Pero las declaraciones de Theodorakis, Saramago y otros, sin duda asombraron a muchos, y decepcionaron a sus admiradores judíos. Después de todo, Theodorakis no sólo ha luchado durante toda su vida contra la opresión, sino que incluso compuso la balada de Mauthausen, un tributo musical desgarrador a los internos y sobrevivientes de los campos de exterminio nazis. Los libros de Saramago también revelan su infinita compasión y amor profundo por los condenados de la tierra. ¿Cómo entonces el antisemitismo, el odio más antiguo y la causa de algunos de los más atroces crímenes de la humanidad, ha vuelto ha introducirse en el corazón de estos humanistas?

Tal vez pueda extrañar que la reacción judía a este denominado nuevo antisemitismo parezca imbuida de un sentido de indignación, si no de amarga decepción, ante el hecho de que muchos de los que se comprometieron a luchar contra el racismo y los prejuicios parecen optar por posicionarse en contra de la nación más perseguida de la tierra, y ya no estén a su favor. Algunos judíos, incapaces de digerir esta nueva realidad, se esfuerzan en insistir que las feroces denuncias del Estado de Israel y del sionismo no necesariamente se pueden equiparar con los sentimientos antisemitas. De hecho, afirman, el motivo de estas críticas puede derivarse en realidad de una profunda preocupación por la "actual estatura moral” de los judíos. Otros tienen una visión más pesimista, subrayando que esa es la ruta habitual del mundo. Cuando se trata del odio a los judíos, poco ha cambiado a lo largo de las generaciones. Ambas opiniones se basan en ciertos supuestos previos: el primero, la creencia de que las personas que realmente buscan el bien de toda la humanidad también desean el bien de los judíos; y el segundo, la convicción de que incluso en la actualidad, hay una motivada versión "progresista" del antisemitismo, y que en última instancia, es la misma familiar aversión al Otro.

Estos supuestos pueden satisfacer a aquellos que los publicitan, pero no coinciden con la realidad. La ola antisemita que actualmente recorre Occidente es a la vez predecible y desconcertante, pero lo que la hace particularmente desafiante es una combinación aparentemente imposible de "rechazo y atracción", de judeofobia por un lado y de, por extraño que pueda parecer, fascinación por lo que los judíos son y encarnan para los demás. Un fenómeno tan extraño requiere una cuidadosa consideración. El primer paso es despedir varias nociones comunes, aunque erróneas, que socavan nuestra capacidad de comprender las fuerzas a las que nos enfrentamos, así como su amenaza tangible.

La primera concepción que deberá ser reexaminada tiene que ver con la distinción tradicional entre "nuevo" y “viejo” antisemitismo. Esta distinción se debe a la impresión de que la cepa actual de antisemitismo, que prevalece en los círculos que defienden una visión del mundo universalista, representa un cambio decisivo respecto a la versión tradicional de odio a los judíos, supuestamente producto de una confrontación entre dos identidades específicas: de una nación o “raza” específica en un lado, y la judía en el otro. En efecto, el Holocausto, el trauma más horrible en la historia del pueblo judío, refuerza esa impresión – ahora un indiscutible cliché – de que el antisemitismo no es más que una expresión extrema, si no la mayor, de racismo, entendido en su sentido más amplio. Sin embargo, incluso un somero recorrido histórico nos mostrará que la forma dominante y más popular del antisemitismo deriva precisamente de los paradigmas universalistas, los cuales no pueden conciliarse con el particularismo judío.

La primera vez que los judíos chocaron con un paradigma universalista fue durante el período helenístico. La civilización helenística, que floreció durante unos tres siglos antes y después de la era común, exaltó la herencia griega y la impuso a los vastos territorios invadidos por los ejércitos de Alejandro Magno. Como parte de esos esfuerzos cuasi misioneros del helenismo, la “identidad griega" fue despojada de sus rasgos geográficos y se convirtió en su lugar en una identidad incluyente, una que todas las personas podrían - y deberían - adoptar. El "helenismo tenía un sentido de misión cultural y su cultura se difundió no sólo como el fruto de los contactos inevitables entre los diversos segmentos de la población, sino como parte de una política deliberada", afirma el historiador Yaacov Shavit. "El helenismo fue una civilización asimilacionista con una dimensión cosmopolita, a-nacional y a-étnica. Contempló la cultura como una plataforma para la asociación humana, algo que no contempló en la 'raza' o en la 'religión'".

El conflicto entre el helenismo y el judaísmo, por lo tanto, era inevitable, y también - como cualquier persona que celebra Hanukka lo sabe - fue excepcionalmente violento. Los enfrentamientos tuvieron lugar en los campos de batalla de la Tierra de Israel, en las calles de las ciudades mixtas como Alejandría, e inclusive en los escritos de los historiadores. De hecho, los textos más antiguos conocidos que contienen una flagrante propaganda anti-judía son los de los helenistas Manetón, Diodoro de Sicilia, Lisímaco, y el más conocido de todos, Apión, el director del museo de Alejandría, a quien Flavio Josefo atacó en una brillante obra polémica. Sus escritos describían a los judíos como arrogantes, dados a extraños ritos y profundamente hostiles hacia el resto de la humanidad. Según Diodoro, la "misantropía" y "xenofobia" de los judíos casi les llevó a su destrucción por lo menos en una ocasión: durante su asedio de Jerusalén en el 135-134 a. C., el rey seléucida Antíoco VII fue urgido por sus asesores para:
"tomar la ciudad violentamente y limpiar por completo la nación de los judíos, ya que era el único de todos los países que evitaba las interacciones con otras personas y miraba a todos los hombres como sus enemigos. Señalaron además que los antepasados de los judíos fueron expulsados de Egipto como personas impías y detestadas por los dioses. Para purgar el país de todas aquellas personas que tuvieran marcas blancas y de leprosos en sus cuerpos, fueron reunidos y obligados a cruzar la frontera, como si sufrieran una maldición; estos refugiados, que se habían reunido en el territorio alrededor de Jerusalén y habían organizado la nación de los judíos, habían hecho de su odio a la humanidad una tradición, y por esta razón habían introducido leyes totalmente extrañas: no partían el pan con cualquier otro pueblo, ni les mostraban buena voluntad".
No es una casualidad que el segundo paradigma universalista que desafió al pueblo judío fue formulado por un judío helenista: Pablo (Saulo de Tarso). La teología paulina transfirió la elección divina desde el colectivo judío – el "Israel de la carne", que aún mantenía los preceptos de la Toráh -, a todos aquellos que aceptaron a Jesús como el Mesías, el llamado "Israel del espíritu". En su Epístola a los Gálatas, Pablo les dice a la nueva comunidad universal de los creyentes: "Porque por la fe en Cristo Jesús, todos vosotros sois hijos de Dios. Porque todos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo. Por lo tanto, ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni liberto, ni varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, entonces ya sois descendencia de Abraham, y sois sus herederos según la promesa”. Así fue como los judíos, que obstinadamente sellaron sus corazones al verdadero evangelio, perdieron su estatus especial como pueblo escogido de Dios. Sin embargo, la Iglesia todavía les asignó un papel clave en el drama de la historia: el amargo destino de los judíos, pensaban los cristianos, era una prueba inequívoca de su error al rechazar a Jesús.

"Pero los judíos... fueron aún más miserablemente perdidos por los romanos, y fueron totalmente desarraigados de su reino, donde los extranjeros ya gobernaban sobre ellos, y fueron dispersados por la tierra (por lo que, efectivamente, no tienen un lugar propio), y son por lo tanto sus propias Escrituras las que nos dan testimonio, ya que nosotros no hemos forjado las profecías acerca de Cristo", escribió San Agustín en la Ciudad de Dios.
"De ello se desprende que cuando los judíos no creen en nuestras Escrituras, se cumplen en ellas sus propias Escrituras, las cuales leen con ojos ciegos y sin meditar. A menos que quizás alguno quiera decir que los cristianos han fabricado las profecías de Cristo, que se publicaron bajo el nombre de la Sibila o de cualquier otra profecía que puede ser atribuido a otros, pero que no tienen ninguna relación con el pueblo judío. En cuanto a nosotros, encontramos suficientes esas profecías que se producen a partir de los libros de nuestros oponentes, cuyo testimonio nos suministran impelidos por la fuerza de la razón y contra su voluntad, a pesar de tener y conservar esas Escrituras, los vemos esparcidos por todas las naciones y por cualquiera parte que se extiende la Iglesia de Cristo”.
La doctrina de San Agustín “de los testigos" continuó para dar forma a la actitud de la Iglesia hacia el judaísmo desde hace siglos. En ciertos aspectos, tal vez deberíamos estar agradecidos por esto: Agustín pudo haber reprobado duramente a los judíos, sin embargo, también instruyó a sus hermanos cristianos para que pudieran conservar su existencia separada y aislada. "Tú no los matarás, hasta que por fin olviden su ley: dispersadlos a la fuerza", cita de los Salmos. Y en efecto, aunque el catolicismo persiguió y desposeyó al pueblo judío de varias formas a lo largo de los siglos – y a pesar de que las directivas de Agustín y de los papas y teólogos posteriores fueron violadas constantemente por reyes, sacerdotes y el resto de incitadores de las masas -, los judíos nunca se enfrentaron el peligro de la aniquilación física o espiritual completa a la sombra de la cruz.

El tercer paradigma universalista, el de la Ilustración, sin duda ha mejorado la situación de los judíos de manera significativa, liberándolos como hizo de los guetos y permitiéndolos integrarse en la sociedad europea. Sin embargo, incluso en estas circunstancias favorables, el antisemitismo floreció. Esto no fue un accidente, el deseo de liberar a la humanidad de las cadenas de la superstición y de las costumbres anticuadas estaba en marcado contraste con el rechazo obstinado, incluso orgulloso, de la mayoría de los judíos a renunciar a su particularidad. Voltaire, el enemigo jurado de todo prejuicio, se dirigió a los judíos en palabras que destilan veneno: "Han superado a todas las naciones en leyendas exorbitantes, mala conducta y barbarie. Y ustedes están pagando por ello, es su destino". Sentimientos similares fueron transmitidos por Diderot y d'Holbach, quienes condenaron la tendencia de los judíos "a la segregación y al fanatismo religioso”. Immanuel Kant, el pensador más importante de la Ilustración, instó a los judíos a aceptar el cristianismo públicamente y estudiar los Evangelios con el fin de que puedan probar que son dignos de los derechos civiles, preconizando así "una eutanasia del judaísmo". Resultaría entonces que el nuevo universalismo, aunque humanista y racionalista en su naturaleza, trató de erradicar la existencia de los judíos, incluso antes de que esa misma idea comenzara a excitar a los enemigos ideológicos de la Ilustración. "El moderno antisemitismo secular", señaló Arthur Hertzberg, "no se generó como reacción a la Ilustración y la Revolución [Francesa], sino desde dentro de la propia Ilustración y Revolución".

Hasta finales del siglo XIX, los judíos fueron sometidos a implacables ataques desde la izquierda y la derecha. Aunque no debemos dejar de subrayar el impacto negativo de los nacionalistas y racistas, como Wilhelm Marr, Luger Karl, Richard Wagner y Eduard Drumont Edouard, figuras prominentes del otro lado del espectro político - el reaccionario -, audaces defensores de la igualdad y de la libertad hicieron su propia contribución al odio. El pensador francés Charles Fourier vio a los judíos como una nación de tramposos y ladrones, Karl Marx despreciaba su codicia, Pierre-Joseph Proudhon, uno de los padres fundadores del anarquismo, creía que "el judío era el enemigo de la raza humana. Esta raza debe ser enviado de vuelta a Asia o exterminada". Incluso Jean Jaurès, el líder socialista que salió en defensa de Dreyfus (y por lo tanto cuenta con calles que llevan su nombre en Israel), no siempre fue un defensor del filosemitismo. En 1895, el mismo año en que Dreyfus fue condenado por traición, Jaurès publicó un artículo en el diario La Depeche de Toulouse en el que dio la bienvenida a la creciente hostilidad entre los argelinos nativos a la presencia judía entre ellos. “¿Por qué?”, se preguntaba, "¿no hay un serio movimiento antisemita en Argelia, ya que los judíos están practicando sus métodos de apropiación y extorsión a los árabes?". Así hablaba alguien que todavía se considera un icono histórico de la izquierda francesa. Si esto les suena muy familiar, es porque proclamas similares se pronuncian regularmente hoy en día por aquellos que juran eterna devoción a los ideales de igualdad, justicia y amor a toda la humanidad.

Parece pues seguro afirmar que el "nuevo antisemitismo" simplemente sigue el camino abierto anteriormente por tres paradigmas universalistas: el helenismo, el catolicismo y la modernidad. Sin embargo, también representa algo nuevo. Lo que lo convierte en un fenómeno nuevo no es el vínculo entre una visión del mundo progresista y el antisemitismo, una combinación tan antigua como la propia Ilustración, sino más bien el "carácter radicalmente pluralista de la nueva visión universalista". No estamos ante un cosmopolitismo moderno del tipo propuesto por Kant, por ejemplo, que tiene como objetivo la abolición de todos los particularismos étnicos y nacionales en el nombre de la causa humanista, se trata en cambio de un estado de animo posmoderno, el cual niega cualquier pretensión de totalitarismo y aboga vigorosamente por el reconocimiento de la diferencia y de la aceptación del Otro. En otras palabras, en lugar de luchar para superar diferentes identidades, alaba lo particular y celebra la diversidad.

¿Cómo puede entonces una ideología que aboga por la apertura y la tolerancia reconciliarse con el rechazo de una marca específica del particularismo, es decir, el particularismo judío? La respuesta se puede encontrar en el modelo etnocéntrico del sionismo como Estado-nación. Para los radicales y los progresistas puristas la esencia misma de Israel es ilegítima: es un Estado racista de apartheid que brutalmente pisotea los derechos de sus ciudadanos no judíos, por no hablar de los millones de palestinos que viven en Judea, Samaria y Gaza bajo su ocupación directa o indirecta. Pero la oposición al sionismo, que se pinta con audaces colores morales, a menudo encubre una profunda animosidad, una que se dirige contra los judíos en su conjunto. Este hecho ha sido señalado por Robert Wistrich, una autoridad en antisemitismo:
"Los judeofobos de izquierda, a diferencia de sus predecesores de hace un siglo, nunca se hacen llamar "antisemitas". De hecho, suelen indignarse ante la sugerencia de que tienen algo en contra de los judíos. A pesar de tales negaciones, por lo general están obsesionados con la estigmatización de Israel. El sueño de la extrema izquierda durante mucho tiempo ha sido la disolución de la odiada "entidad sionista", y ello en nombre de los derechos humanos, para así hacer que el mundo sea Judenstaatrein. Por lo tanto, niegan al pueblo judío un derecho humano y político fundamental que ellos sin embargo defienden de manera militante para los pueblos “no blancos”, sobre todo los palestinos, es decir, el derecho a la autodeterminación nacional. Este antisionismo de la izquierda radical, profundamente discriminatorio hacia el nacionalismo judío, se ha extendido a la izquierda progresista dominante, cuya retórica implacable busca socavar la legitimidad moral e histórica del Estado judío. El izquierdista progresista presenta a Israel como un Estado nacido de un "pecado original" por haber desplazado, expropiado o expulsado a una población "aborigen".
Lo que distingue a la propaganda antisemita de toda crítica legítima es la terca insistencia en que Israel debe cumplir unas normas (una perfección) de las que los demás países están exentos, además de la exigencia de que a los judíos se les niegue un derecho al que los demás pueblos tienen obligación, gobernarse a sí mismos. Sin embargo, no se puede descartar al nuevo antisemitismo como una versión moderna de ese mismo viejo odio, ya que en cierto sentido el universalismo postmoderno se identifica profundamente con lo que se supone que el "judío" representa. Y es precisamente esta identificación la que lleva, vamos a verlo, a la denuncia generalizada de los judíos tan común hoy en día.

Un artículo publicado en el 2002 por José Saramago en el diario El País nos puede ayudar a entender este complejo fenómeno. En este texto, un absoluto libelo antisemita, Saramago denuncia no sólo el "racismo patológico y obsesivo" de los sionistas, sino también la desvergüenza del pueblo judío en su afirmación de ser "víctima a expensas de los demás". “Los judíos”, escribe Saramago, “son educados y entrenados en la idea de que cualquier sufrimiento que hayan infligido, o estén infligiendo, o vaya a inflingir a los demás, especialmente a los palestinos, siempre será inferior a lo que sufrieron en el Holocausto. Los judíos se regodean sin fin en esa herida propia para mantenerla sangrando, para hacerla incurable, y así mostrarla al mundo como si fuera una bandera".

El resentimiento que reseuna en los ataques de Saramago refleja lo que el sociólogo Jean-Michel Chaumont ha denominado "la competencia entre las víctimas". En efecto, el afán de colocarse en el papel de víctima es un signo de estos tiempos. Como resultado, el sujeto postmoderno, si puede llamársele así, ha sufrido una transformación completa: "ya no es una fuerza activa, el autolegislador y el autocreador elogiado por los pensadores de la Ilustración, es más bien un ser pasivo, maltratado y manipulado, siempre pisoteado por esas fuerzas de enormes proporciones del Estado, del capitalismo global, de la hegemonía masculina, del colonialismo occidental, y similares". Si el siglo XVIII celebró el triunfo del hombre, la época actual nos revela el dolor de su derrota final.

Dentro de la interminable lista de los oprimidos, el judío se supone que ocupa un lugar privilegiado, ya que, después de todo, ha sido la víctima arquetípica. Y por un tiempo, de hecho, la izquierda europea le otorgó ese papel. Al principio, esa izquierda, ante el afán de liberarse del pesado fardo de culpabilidad dejado por el nacionalsocialismo y para formular una antítesis, empujó incluso a la intelectualidad radical hacia el polo opuesto, hacia un filosemitismo demostrativo. Cuando las autoridades francesas impidieron al líder estudiantil Daniel Cohn-Bendit - "Danny el Rojo" o "el judío alemán", tal como los gaullistas se referían a él - volver a Francia en mayo de 1968, miles de jóvenes salieron por las calles de París y airadamente cantaban: "Todos somos judíos alemanes". "La improvisada marcha fue también una fiesta", recuerda Alain Finkielkraut, “la identidad judía no era solo exclusiva de los judíos". El pensamiento europeo adoptó una actitud similar.

Durante siglos, la filosofía se puso inequívocamente del lado de Atenas en su eterna rivalidad con Jerusalén. Desde la década de 1960, sin embargo, ha mostrado un creciente interés por la ética judía, gracias a la obra de pensadores como Emmanuel Levinas y Jacques Derrida. Mientras que la metafísica occidental, el racionalismo y la modernidad fueron declarados culpables de la violencia y la represión, si no es que allanaron el camino a Auschwitz, la alternativa cultural que encarnaron las víctimas perseguidas disfrutó de una repentina popularidad entre la élite intelectual.

Pero este cambio de fortuna tuvo también su lado negativo: como los nuevos objetos de un entusiástico culto moral, los judíos fueron perdiendo su realidad tangible. Se transformaron de seres de carne y hueso en figuras universales cuasi abstractas que encarnaban el victimismo y todo lo relacionado con él: la transitoriedad, el desarraigo, la falta de poder. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, destacados filósofos franceses, escribieron por ejemplo que "la identidad judía no es una identidad. El pueblo judío no se compone de un sujeto y no hay nada propiamente judío... Lo que debemos entender es que debido a esta falta de sujeto, los judíos son portadores de la revelación de que una formación social o institución política, lo que sea... nunca será capaz de realizarse a sí misma como sujeto. No existe, en general, carece de una completa identidad política".

"Los judíos", se queja Alain Badiou, un pensador provocador a menudo acusado de antisemitismo, "ahora son algo, una palabra que uno está obligado a reconocer y respetar, y antes que nada algo que reverenciar, una palabra maestra, en definitiva". Y en “Heidegger y los Judíos”, escrito por Jean-François Lyotard, la palabra judíos se escribe con una letra minúscula "j", con el fin de dejar claro que no representa a un grupo étnico específico, sino a todos los desposeídos, sean quien sean.

Por desgracia, el intento de disociar el marcador "judío" de la realidad no ha tenido éxito. El pueblo originario y tangible que representa se ha negado a abandonar el escenario de la historia (para convertirse en algo abstracto, universalizado). Peor aún, ha tenido el descaro de redefinirse por medio de un poderoso y exitoso Estado nación. Tal vez este cambio de roles no haya inspirado tan gran descontento como el hecho de que los judíos, al mismo tiempo, han continuado insistiendo en que la humanidad no olvide sus sufrimientos pasados (despojando el carácter único de la Shoah y del antisemitismo en aras de una abstracción universalista). Para los fanáticos seguidores del culto a la víctima, se trataba de una demanda intolerable: una especie de criatura híbrida del sionismo, de maestro-víctima, en suma, una contradicción evidente, un anatema para la visión moral postmoderna. La decepción agitándose a causa de estas pretensiones escandalosas, ha dado a luz al argumento de que el Estado judío “no es judío en absoluto”, ciertamente “no en su esencia (debe ser perfecto para poder corresponder a las pretensiones universalistas)”. Como lo explica Finkielkraut:
"Nosotros, los europeos, ya no denunciamos la “vocación cosmopolita” de los judíos, al contrario, la exaltamos y les reprochamos haberla traicionado. Lamentamos que el "judío" ya no es lo que era, con la excepción admirable de unos pocos hombres justos, unos pocos disidentes, unos profetas obstinados que no se dejan intimidar y que se atreven a pensar libremente. Sin embargo, en lugar de apreciar esa extrañeza inquietante de los judíos, les exhortamos a la tarea de unirse a nosotros los europeos en el momento mismo en que les echamos de nuestro lado. Estamos molestos por su prematura asimilación entre las naciones, acerca del sinuoso camino que les ha conducido a la idolatría del lugar (de la tenencia de un Estado, de una ubicación delimitada), justo cuando el mundo civilizado ha cambiado en masa hacia un paisaje sin límites ni fronteras, y errante".
Este intento de convertir al insoportablemente particularista "viejo judío” en un nuevo y mejorado “modelo para todos”, uno que trasciende los límites de las comunidades específicas, es la fuerza motriz detrás del nuevo antisemitismo. La universalización de la víctima exige la eliminación - física o simbólica – de la víctima como hecho particular.

Una comparación entre esta postura y el paradigma católico antes mencionado podría resultar instructiva. La doctrina agustiniana veía los sufrimientos de los judíos como un castigo divino, así los cristianos nunca podrían envidiar el amargo destino de los judíos. Por el contrario, la moralidad post-nacional y post-colonial idolatra al oprimido. Es precisamente por esta razón por la que el judío se aferra a su sufrimiento, como si defendiera su propiedad privada, y lo que debe hacer es dejar de lado su carácter excepcional, a fin de que su sufrimiento quede absorbido en el sufrimiento general (o universal).

El manto de justicia que asume esta especie única de judeofobia hace que sea muy atractiva para la “gente de conciencia”. Los “activistas e intelectuales israelíes progresistas y de buen corazón” se sienten atraídos a unirse a esta creciente campaña pública contra el Estado sionista, todo ello en la creencia de que están cumpliendo con su obligación moral con la humanidad, y tal vez incluso con el destino del pueblo judío (su asimilación en el magma universal). Es cierto también que sus denuncias de Israel a menudo son excesivamente entusiastas, motivadas por el poderoso deseo de demostrar que son dignos ante los ojos de sus compañeros de lucha occidentales. Pero la mayoría de ellos realmente no son odian a si mismos como judíos, tal como afirman sus críticos. Por el contrario, están terriblemente equivocados, formando parte inconsciente de una campaña insidiosa. Sólo podemos esperar que se les pase la borrachera antes de que sea demasiado tarde.


Assaf Sagiv - Azure

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1 Comments:

Blogger Fabián said...

Lo he posteado en Facebook. Realmente es muy interesante, y su tesis es fuerte y coherente.

1:11 PM  

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