Saturday, December 31, 2011

! Bravo !, un relato de Haim Sabato


Vendedor de libros de Jerusalén, fotografía de Nachman Hellman

Yo era un estudiante de yeshiva. Mi chavruta (el compañero de estudios talmúdicos) Elchanan y yo estudiábamos juntos toda la semana y los viernes deambulábamos por las calles de Mea Shearim en Jerusalén revolviendo en las tiendas de libros. Deseábamos examinar los libros nuevos y revisar entre los más viejos. Una vez vi una pila de ellos en la acera – viejos cuadernos y libros para la venta -, y junto a ellos un anciano. Busqué entre la pila y observé un pequeño libro cuyo lomo estaba descosido y cuyas páginas se estaban desmoronando. Miré a través de él y me di cuenta de que era un libro de sermones escrito por un erudito de Marruecos hace unos ciento ochenta años. Me sentí abrumado de pena por el libro. Pensé en lo duramente que había trabajado su autor en sus estudios hasta que le llegaron nuevas ideas, en cómo buena parte de su dinero se había invertido en ese libro, en cuántas puertas había llamado a fin de completar el coste de su publicación y cuántas otras puertas se habían cerrado ante su cara, y lo feliz que había sido finalmente cuando contempló los sermones impresos en su libro. Y cuando por fin salió de la imprenta, quién sabe a cuantos eruditos y posibles patrocinadores había enviado una copia. Probablemente, sólo unos pocos de ellos le respondieron, mientras que otros ni siquiera acusaron recibo del libro. Y entre los que le respondieron, algunos le enviaron alguna suma minúscula y otros le adjuntaron algunas palabras de alabanza. Ahora ese mismo libro yacía en la acera de una calle de Jerusalén, triste y abandonado.

Le pregunté al anciano cuanto costaba. Lo recogió, lo giró entre sus manos, miró el libro, me miró a mí y volvió a mirar de nuevo el libro, tratando de imaginar que había encontrado en él para que pudiera pegar su precio. Finalmente, especificó una cantidad bastante alta. Me dije a mí mismo que este autor de estos sermones bien valía la pena el precio que tendría que pagar.

En Shabbat, cogí el libro y miré a través de él. Vi que estaba repleto de ideas ya muy gastadas y que no había nada nuevo en él. Algunas de las cosas no eran más que acrósticos y ejercicios de gematría. Estaba a punto de lamentar haberlo comprado y haber pagado tanto por él. Después de todo, lo poco que había salvado lo había pagado con el fruto de duros años dando clases privadas de Talmud a los hijos de los ricos. Pero de repente, mis ojos vieron un derashah (sermón) del Parashat Vayeshev acerca de José y la esposa de Putifar, en Bereshit, en el capítulo 9. He leído la explicación del autor acerca de lo que los sabios habían escrito en verso hace siglos describiendo como José, un empleado de Putifar, había "entrado en su casa para hacer su trabajo". José estuvo a punto de sucumbir a las tentaciones de la esposa de Putifar, cuando vio lo que, según dicen los sabios, era la imagen de su padre, Jacob. La explicación del autor acerca de "la imagen de su padre" halló gracia a mis ojos. Me quedé muy contento con el sermón que el autor había escrito sobre este capítulo del Bereshit y la forma en que había explicado las palabras de los Sabios. Lo guardé en el fondo de mi mente.

Veinticinco años más tarde, me hallaba enseñando en una yeshivá. Durante el invierno, me invitaron a dar una charla en el Néguev en el semanario de lectura de la Torah de los miembros de los kibbutzim del sur. Llegué por la tarde. Cientos de personas estaban allí, la sala ya estaba llena y permanecía de pie. Yo estaba impresionado por el amor a la Torah que esto reflejaba. Antes de empezar, una mujer mayor vino hacia mí y me dijo que desde que había salido de casa hace cincuenta años, no había vuelto a escuchar una charla sobre la parashá semanal.

Me detuve en el escenario para hablar, y sentí todas las miradas sobre mí. Sabía que los miembros del público estaban pensando para sí vamos a ver lo que este joven nos tiene que decir. Estaba un tanto aprensivo.

Era la lectura semanal de José y sus hermanos. Cuando llegué a la cuestión de José y la esposa de Putifar y su puesta a prueba de José, lo relacioné con lo que los sabios habían dicho sobre los versículos que describen a José entrando a la casa de Putifar "para hacer su trabajo". Mientras estaba explicando la materia, un miembro del kibbutz se puso de pie y gritó emocionado: "Estimado Rabbi, no creo en que lo que usted está contando, y no creo en que lo que dicen nuestros sabios. Es imposible ni por un momento que José viera fue la imagen de su padre".

Prosiguió realizando comentarios cínicos, diciendo cosas que no quiero repetir aquí. El público lo miraba, y me miraba, y me quedé sin palabras. ¿Qué podía decir en apoyo de la explicación de los Sabios? Me quedé atónito por un momento, y dije una breve oración en mi corazón, rogando que no sucumbiera, y pidiendo al buen Dios que me diera una idea para salvar el honor de la Torah y el honor de los Sabios, que en paz descansen. Allí estaba yo, rezando, mientras un silencio de suspense envolvía la sala, con los miembros de la audiencia a la espera de ver cómo iba a poder salir del atolladero.

Mientras que el kibbutznik permanecía de pie frente a mí, aquel sermón incluído en aquel pequeño libro del erudito marroquí comprado un viernes hace unos veinticinco años, me vino entonces a la mente y me susurró: "Todo tiene su tiempo y su lugar. Ahora, mi tiempo ha llegado. Abre tus labios y aclara el asunto, yo estaré contigo".

Y comencé a explicar. En la casa de nuestro patriarca Jacob, en la tierra de Canaán, no había espejos, y ciertamente los hombres no contemplaban su propia imagen. Por lo tanto, el juicioso José nunca había visto su propia cara. Además, los sabios interpretan el versículo que describe al José de la infancia como "el hijo de la vejez de Jacob" en el sentido de que José se parecía mucho a su padre, excepto en que el joven José era imberbe, por supuesto. Pero durante los años en Egipto la barba de José creció en espesor, y se parecía a su padre en todos los sentidos.

Ahora bien, la malvada seductora, la mujer de Putifar, sin duda tenía más de un espejo en su tocador para acicalarse. Cuando seducía a José, éste casi sucumbe al pecado. Al entrar en su habitación había un espejo frente a él. Y vio ante si una imagen reflejada en el espejo. José, que nunca había visto su propia cara, vio una imagen y de inmediato se puso nervioso.

"Padre, ¿qué está haciendo usted aquí?", se dijo a sí mismo, y de inmediato retrocedió ante la imagen. De hecho, era su propia cara la que estaba viendo, no la de su padre. Pero él no lo sabía.

Qué sabias son las palabras de nuestros sabios cuando dicen que cuando José vio el rostro de su padre, volvió la espalda al pecado.

Cuando estaba terminando mi respuesta, el kibbutznik que había permanecido retadoramente de pie frente a mí gritó: "¡Bravo, Bravo Rabbi!". Cuando se calmó, volvió a su asiento.

Los miembros de la audiencia sonrieron. Seguí y expuse lo que los sabios trataban de transmitirnos en este midrash. Si una persona ve en su rostro la imagen de su padre y los rostros de las generaciones anteriores de su familia, entonces eso puede prevenirle de pecar.

Qué bien entendieron nuestros sabios la naturaleza humana.

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