Thursday, September 27, 2012

Habla Catalunya (uno de Arcadi y dos de García Domínguez)



Parla, Catalunya - Arcadi Espada 

 Santiago González me pasa esta portada inolvidable. Año 1964, exactamente. Con su referéndum, con su genuflexión, con su curita y con su conde de Godó.

 En un artículo lleno de buenas intenciones y dedicado a sus amigos independentistas, el periodista Xavier Vidal-Folch escribía ayer en El País: «Cataluña es imaginable como entidad diferenciada. Pero España sin Cataluña no es pensable». Vaya. Lo extraordinario de este debate sobre la independencia es que acabaremos descubriendo el Mediterráneo en tiempos de Jaime I. Naturalmente. Tampoco es pensable España sin Castilla, Aragón o Andalucía. Cualquiera de esas comunidades, que también son perfectamente imaginables como entidades diferenciadas, serían la analogía pertinente del articulista. Por el contrario España, como cualquier otro Estado, es un concepto basado en la unidad de diversos. Más o menos, pero diversos. Como subrayaba hace unos días el caballero Secondat en el periódico, la falacia de hablar de Cataluña y España como sí fueran dos entidades diferenciadas tiene muchas consecuencias; y una de ellas es este tipo de razonamientos no ya políticamente parciales, sino absolutamente ilógicos. España no es pensable sin la unión. Exactamente del mismo modo que el nacionalismo no es pensable sin la separación. Al nivel que sea, pero siempre separación.

Todo estaba mucho más claro cuando no existían independentistas, sino separatistas, («pues sí, somos separatistas» reconocía Cambó), una expresión que ellos dejaron de usar para nombrarse, por ser una expresión dolorosa y antiestratégica. No hay pleito entre Cataluña y España (por ilógico) sino entre españoles que quieren seguir siéndolo y otros que quieran dejar de serlo. Comprendo que a los nacionalistas esta evidencia les moleste; pero también confío en que sus pasiones no sean incompatibles con la lógica: para dejar de ser español antes hay que serlo. Dejar de ser español no es imposible. A diferencia de ser catalán: como ya escribí hace muchos años a qué ventanilla imposible se dirige uno para la extenuante empresa de dejar de ser catalán. Yo comprendo muy bien que uno quiera dejar de ser español. Hay otras cosas mejores en este mundo. Pero lo que comprendo menos es que en vez de irse uno a uno con lo puesto, que es lo que hace un caballero, incluso español, estos españoles malgré quieran irse con la casa a cuestas y arrastrándonos.

 Por lo demás, el trágico destino de los nacionalistas es que para separarse de España Cataluña tendría también que separarse de sí misma.


Escolta, Cebrián (*) - José García Domínguez 

Si bien se mira, hay algo kafkiano en el Madrid nacionalmente correcto de la progresía. El Madrid siempre alerta ante la posibilidad de que se le pudiera confundir con los fachas. Ese Madrid atormentado, igual que el pobre José K también en busca de su propia culpa para dar satisfacción a los jueces del Castillo (de Montjuic). De ahí que tras la marcha sobre Barcelona le haya faltado tiempo para interiorizar el cuento de la Generalitat. Que España arrastra un problema secular de vertebración nacional, sostienen hoy sus más ilustres voceros. Algo que se resolvería integrando a los nacionalismos periféricos en un nuevo modelo de Estado, el federal por más señas.

 Como si no hubiesen sido esos mismos nacionalismos los inventores del problema y máximos interesados en que jamás se resuelva. Como si resultaran integrables, algo que los desposeería de su propia razón de ser abocándolos a la extinción. Como si no fuese metafísicamente imposible convertir a España en un Estado federal por la sencilla razón de que España ya es un Estado federal. Como si, desde Prat de la Riba hasta el propio Artur Mas, la constante que identifica al movimiento catalanista fuera otra distinta al repudio del federalismo. Como si algo existiera más ajeno a su romanticismo narcisista que el afán nivelador que anima la idea federal.

 Muy al contrario, el secesionismo de cabotaje que postula CiU nada tiene que ver con Estados Unidos, Suiza o Alemania, paradigmas del federalismo, y sí mucho con el añejo Imperio Austro-Húngaro de las novelas de Joseph Roth. Detrás de la parafernalia épica de las esteladas, lo suyo es un independentismo low cost en el que, a cambio de un módico tres por ciento del PIB catalán, la Corona y el Ejército españoles prestarían los servicios de una jefatura del Estado ornamental y de defensa de las fronteras. Amén, claro, de garantizar la permanencia de Cataluña en Europa. O sea, una confederación de facto amparada bajo el manto de una monarquía redefinida con tintes austracistas. Asunto que, por cierto, convierte en imprescindible la connivencia de la Casa Real en el proceso de voladura controlada de la soberanía. El siglo XVIII, eso, queridos biempensantes mesetarios, es lo que tiene in mente el Garibaldi de la Plaza de San Jaime.

(*) Juan Luis Cebrián es un antiguo director de El País (El Global) y un consejero y hombre fundamental de la casa madre, la llamada PRISOE (PRISA + PSOE), un auténtico lobby creador de opinión siempre al lado del Partido Socialista. Pero sobre todo es un dirigente empresarial que habla en gran medida desde parámetros políticos y económicos de gran relevancia.

¿Por qué no un referéndum? - José García Domínguez

Quizá me preocuparía algo la separación de Cataluña si no se hubiese producido ya. Y es que la trama de afectos mutuos que los manuales de Ciencia Política coinciden en llamar nación hace mucho que está rota en este arisco rincón del Mediterráneo. De lo que fuera proyecto histórico de vida en común apenas resta aquí un mero formalismo jurídico, el Estado, que es lo que ahora se apresta a demoler Artur Mas. Que tantos avestruces de Madrid lleven tres décadas sin querer acusar recibo de la realidad es asunto que solo a ellos y a sus psicoterapeutas compete. Así las cosas, a nadie debería asustar la idea de un referéndum. Entre otras poderosas razones, porque esa consulta se acabará produciendo, guste o no.

Y mejor sería que fuera el Estado quien velase con sus medios por la limpieza del escrutinio. Una profilaxis inimaginable en caso de dejar las urnas en manos de los secesionistas, como se vio con la comedia de los butifarrendums domingueros. España, que a diferencia de Cataluña sí es una democracia adulta, debe conducir a los nacionalistas hacia la mayoría de edad. Acabemos de una vez, pues, con el eterno chantaje del niño que amenaza con fugarse del hogar paterno si no le regalan otra piruleta. Hágase el referéndum. Pero sin bálsamos semánticos, medias tintas retóricas o ambiguas cataplasmas literarias.

Que la pregunta resulte clara e inequívoca: "¿Quiere usted irse de España con todas las consecuencias?". Y que se olviden del euro, de la UE, del BCE, de la OTAN, de la OMC, del FMI y del primo de Zumosol, como Argelia cuando rompió con Francia. Si pretenden hacer el triple mortal, que lo hagan, pero sin red. Nada de estaditos libres asociados, federaciones asimétricas ni principados de Andorra con puerto de mar. He ahí el artículo 92 de la Constitución, que, tal como acaba de recordar Francesc de Carreras, ofrecería cobertura legal a una consulta jurídicamente no vinculante. Por lo demás, si la unidad de España no es sagrada, la de Cataluña tampoco. Emúlese la Ley de Claridad de Canadá, que permite permanecer en el Estado federal a los territorios de Quebec que voten contra la independencia. Y procédase luego a la pertinente reforma constitucional. A ver si, por fin, logramos que crezcan.

Nota bene: La Ley de Claridad vigente en Canadá establece que la pregunta deberá ser aprobada por el Parlamento federal, y que habrá de transcurrir un mínimo de veinticinco años entre una convocatoria de referéndum y la siguiente. 

Labels:

0 Comments:

Post a Comment

<< Home