Retirarse de la coalición, por el bien de Jerusalem - Nadav Shragaí - Haaretz
Menachem Beguin dijo una vez, parafraseando el famoso dicho de Ajad Haám (Asher Tzvi Grinberg) sobre el Shabbat, que más de lo que el pueblo judío cuidó a Jerusalem, Jerusalem cuidó al pueblo judío. Por lo menos dos partidos incorporados a la coalición de Ehud Olmert -Shas e Israel Beteinu- se jactan de no conformarse con las frases de rigor sobre la capital de Israel. Ellos presentan a Jerusalem ante sus votantes como parte de su compromiso total, independiente de toda otra consideración.
Cuando a veces Eli Ishai (líder de Shas) o Avigdor Liberman (Israel Beiteinu) son interrogados por el motivo de que se unieran al primer ministro y al partido que condujera a la destrucción de Gush Katif y que trajera los misiles Kassam y el estado de Hamastán; cuando se les pide referirse a la aun más grande desconexión, que acercará la amenaza también a Kfar Saba, Hedera y el Sharón, tartamudean algo sobre la reducción de daños, pero con un orgullo inocultable levantan la bandera de Jerusalem, diciendo que serán ellos quienes impidan su división.
Ha llegado, pues, el momento. Es hora de pagar esa factura. Dejemos de lado el abandono del Monte del Templo, cerremos los ojos frente a la colosal construcción ilegal de los árabes en Jerusalem Oriental, dejemos de molestarlos por el tema del poblamiento de judíos en cada barrio de la Ciudad Vieja a modo de garantizar la soberanía de Israel en el verdadero corazón de la ciudad. Pasemos por alto la desconexión entre Jerusalem y Maalé Adumim.
Ya que ahora no se trata sólo de corregir defectos o reducir daños. Ahora hay que evitar el derrumbe total. Ya no se trata de reforzar la soberanía, sino de impedir el desastre total e irreversible para las dos próximas generaciones: impedir la división de Jerusalem, frustrar el programa de renuncia a la Ciudad Vieja y a la soberanía israelí en el Monte del Templo, "corazón y alma del pueblo judío", tal como lo definiera el propio Ehud Olmert en otros días mejores.
La continuación del Shas e Israel Beiteinu en el gobierno de Olmert, cuando el primer ministro ni siquiera se molesta en negar dichos planes, es inaudita. Olmert carece de mandato, mucho menos de mayoría en la opinión pública ni en la Knesset para semejante jugada, pero el apoyo de la coalición podría llevar hasta el final una aventura del tipo de la de Camp David en 2000, de la que Israel sólo se salvó de milagro de perder Jerusalem.
Shas abandonó entonces el barco agonizante de Ehud Barak, siguiendo al Partido Religioso Nacional (Mafdal), a Natán Sharansky y a David Levy, un minuto antes de que Barak viajara a Camp David. El Shas de hoy, con Liberman y quizás otros diputados de Kadima y del Partido de los Jubilados, deberían apresurarse a desbaratar la mayoría de Olmert, antes de que coloque a Israel ante hechos consumados.
Cuando los ministros de la derecha, en especial Benjamín Netanyahu y el Likud, permanecieron en el gobierno de Ariel Sharón y se retiraron un momento antes de la destrucción de Gush Katif, su renuncia al gobierno fue como una cataplasma a un muerto, y por cumplir nada más. Esta vez, cuando se trata de Jerusalem, la obligación es la de cumplir con el deber, y no hacer algo por cumplir solamente.
La alucinada idea de la división de Jerusalem siguiendo el espíritu del Plan Clinton representa, ante todo, un derrumbe de los valores judíos, históricos y religiosos, una debilidad y un estado de confusión, pero conllevará también un caos urbano, de seguridad y del estado.
La expulsión de Gush Katif parecerá un juego de niños al lado de la previsible fractura en el pueblo judío, con la traición y la huida de Jerusalem.
Cuando a veces Eli Ishai (líder de Shas) o Avigdor Liberman (Israel Beiteinu) son interrogados por el motivo de que se unieran al primer ministro y al partido que condujera a la destrucción de Gush Katif y que trajera los misiles Kassam y el estado de Hamastán; cuando se les pide referirse a la aun más grande desconexión, que acercará la amenaza también a Kfar Saba, Hedera y el Sharón, tartamudean algo sobre la reducción de daños, pero con un orgullo inocultable levantan la bandera de Jerusalem, diciendo que serán ellos quienes impidan su división.
Ha llegado, pues, el momento. Es hora de pagar esa factura. Dejemos de lado el abandono del Monte del Templo, cerremos los ojos frente a la colosal construcción ilegal de los árabes en Jerusalem Oriental, dejemos de molestarlos por el tema del poblamiento de judíos en cada barrio de la Ciudad Vieja a modo de garantizar la soberanía de Israel en el verdadero corazón de la ciudad. Pasemos por alto la desconexión entre Jerusalem y Maalé Adumim.
Ya que ahora no se trata sólo de corregir defectos o reducir daños. Ahora hay que evitar el derrumbe total. Ya no se trata de reforzar la soberanía, sino de impedir el desastre total e irreversible para las dos próximas generaciones: impedir la división de Jerusalem, frustrar el programa de renuncia a la Ciudad Vieja y a la soberanía israelí en el Monte del Templo, "corazón y alma del pueblo judío", tal como lo definiera el propio Ehud Olmert en otros días mejores.
La continuación del Shas e Israel Beiteinu en el gobierno de Olmert, cuando el primer ministro ni siquiera se molesta en negar dichos planes, es inaudita. Olmert carece de mandato, mucho menos de mayoría en la opinión pública ni en la Knesset para semejante jugada, pero el apoyo de la coalición podría llevar hasta el final una aventura del tipo de la de Camp David en 2000, de la que Israel sólo se salvó de milagro de perder Jerusalem.
Shas abandonó entonces el barco agonizante de Ehud Barak, siguiendo al Partido Religioso Nacional (Mafdal), a Natán Sharansky y a David Levy, un minuto antes de que Barak viajara a Camp David. El Shas de hoy, con Liberman y quizás otros diputados de Kadima y del Partido de los Jubilados, deberían apresurarse a desbaratar la mayoría de Olmert, antes de que coloque a Israel ante hechos consumados.
Cuando los ministros de la derecha, en especial Benjamín Netanyahu y el Likud, permanecieron en el gobierno de Ariel Sharón y se retiraron un momento antes de la destrucción de Gush Katif, su renuncia al gobierno fue como una cataplasma a un muerto, y por cumplir nada más. Esta vez, cuando se trata de Jerusalem, la obligación es la de cumplir con el deber, y no hacer algo por cumplir solamente.
La alucinada idea de la división de Jerusalem siguiendo el espíritu del Plan Clinton representa, ante todo, un derrumbe de los valores judíos, históricos y religiosos, una debilidad y un estado de confusión, pero conllevará también un caos urbano, de seguridad y del estado.
La expulsión de Gush Katif parecerá un juego de niños al lado de la previsible fractura en el pueblo judío, con la traición y la huida de Jerusalem.
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