Saturday, April 02, 2011

Cuando Hannah Arendt se equivocaba - Shlomo Avineri - Haaretz



"Los orígenes del totalitarismo", de Hannah Arendt, y publicado por primera vez en 1951, ha desempeñado un papel importante en la elaboración de la forma en que los asuntos internacionales se consideran a partir de la segunda mitad del siglo XX. Quizá más que cualquier otro tratado, ha contribuido a la manera con que la gente, desde una perspectiva liberal, ha batallado contra las ideas y los regímenes totalitarios de derecha y de izquierda. En una gran medida, este libro consagra el concepto de totalitarismo y caracteriza ese tipo de régimen, haciendo hincapié en las características comunes del nazismo y del comunismo, a pesar de las numerosas diferencias entre ellos.

La publicación de la primera traducción al hebreo de este trabajo, el cual ha implicado un esfuerzo considerable a causa de la complejidad, y a veces el carácter no sistemático, de la escritura de Arendt, es un acontecimiento importante y como tal se le debe dar la bienvenida. A veces se dice que la razón de que este libro no se tradujera anteriormente de debió a la ira que desencadenó en Israel su teoría sobre la "banalidad del mal", tal como se expresó en su libro "Eichmann en Jerusalén" (1963).

Sin embargo, otros libros sobre el totalitarismo también han tardado mucho tiempo en ser traducidos al hebreo: de Karl Popper, "La sociedad abierta y sus enemigos", publicado por primera vez en 1945 y que sólo fue traducida al hebreo en el 2003; el "Camino de servidumbre" (1944), de F.A.Hayek, publicado en hebreo en 1998; y "Dictadura totalitaria y autocracia", de Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski (1956), que aún no tiene traducción al hebreo. Por razones comprensibles, "Los Orígenes de la democracia totalitaria", de Jacob Talmon, entonces profesor de Historia Moderna en la Universidad Hebrea, sí se publicó en hebreo poco después de su edición inglesa de 1952.

Así pues, esta tardanza en la publicación del libro de Arendt no se ha debido a una especie de conspiración maligna. Más bien, existen dificultades objetivas en la traducción de muchos libros de teóricos importantes, y es que su necesidad se hace menos urgente a tenor de su fácil acceso en inglés por parte de los círculos intelectuales y académicos israelíes. La ausencia de una edición en hebreo no ha impedido que los profesores de las universidades del país incluyeran el libro de Arendt en sus listas de lecturas recomendadas para sus estudiantes desde mediados de la década de 1950. Sin embargo, no sería una sorpresa si la aparición de esta traducción al hebreo provoca controversias en el discurso público.

Es difícil clasificar los volúmenes de Arendt sobre el totalitarismo como un libro de filosofía, historia, ciencias políticas o psicología de masas. De hecho, se trata de una formidable obra sobre la historia de la cultura en lo que respecta a su alcance, y, en este sentido, está dentro de la tradición de “obras totalizadoras” como la de Oswald Spengler, "La decadencia de Occidente", o de Arnold Toynbee "Un estudio de la Historia". Sin embargo, a pesar de su carácter ecléctico (o su naturaleza "híbrida", como Idith Zertal, traductora y editora de la edición en hebreo, lo califica en su prólogo), ofrece la mejor visión de los movimientos y regímenes totalitarios hasta estos momentos.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Occidente se enfrentó a un problema complejo: si bien el nazismo y el fascismo habían sido derrotados, esta victoria fue posible en gran medida gracias a la Unión Soviética de Stalin. Antes de 1945, la guerra podría ser descrita como un enfrentamiento entre el "mundo libre" y las dictaduras de Hitler y Mussolini, pero el golpe militar comunista en Europa del Este hizo difícil aferrarse a esta ficción.

Hannah Arendt - como Popper y Talmon - se benefician de la infraestructura ideológica de Occidente para contemplar la Guerra Fría no sólo como una lucha entre dos superpotencias que aspiran a la hegemonía mundial, sino también como una continuación de la lucha contra el totalitarismo, venga de la derecha o de la izquierda. Arendt hizo una contribución crucial a esa lucha, y por lo tanto su libro - que no es de fácil lectura - ganó gran popularidad no sólo en el ámbito académico sino también entre el público en general. Como sucede en estos casos, no resulta del todo claro que todo el mundo que lo cita lo haya leído o lo haya comprendido (tanto Francis Fukuyama con su "El fin de la Historia y el último hombre", o Samuel Huntington y su "El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial").

La principal contribución de Arendt a la comprensión del totalitarismo reside principalmente en su afirmación de que los movimientos totalitarios, fascistas y comunistas, proporcionaron una respuesta a las masas ante la desintegración de la sociedad tradicional europea, con sus jerarquías, normas y formas de comportamiento hasta entonces aceptadas. La modernización y la democratización, tal como se suele afirmar, no "elevaron" verdaderamente a la gente, a las personas, sino que a menudo "elevaron" a las "masas" o a la "multitud", una observación ya realizada por escritores conservadores como José Ortega y Gasset.

Según esta perspectiva, el fascismo y el comunismo no eran una continuación de esas históricas dictaduras basadas en clases dominantes o conquistadoras. Representaban un nuevo tipo de tiranía alimentada por la propagación de la enajenación de la vida moderna. El individuo, "el hombre común", se encontraba totalmente desvinculado de la moderación o restricción de las afiliaciones. Él ya no posee nada en su vida salvo la idea que lo conecta directamente, sin necesidad de mediación institucional, con el movimiento y con el líder.

De ahí las marchas, manifestaciones y desfiles masivos, ya sea en Nuremberg o en la Plaza Roja. De ahí la embriaguez impresionante que representa para la experiencia individual marchar conjuntamente con decenas de miles de personas al son de la música y agitando banderas. De ahí también la creación de una maquinaria burocrática intrusiva, acompañada de una fuerza policial secreta y de los campos de concentración, además de una disciplina rígida y jerárquica vinculante ante una población sin otros focos de identificación. Qué creencia entusiasta no lo utiliza, junto con el temor, ya que su combinación es tremendamente poderosa.

La cruel ironía es que la sociedad totalitaria es realmente una sociedad sin clases que puede por lo tanto ser dirigida por nulidades como Hitler y Stalin, quienes realmente representan mucho mejor la "voluntad del pueblo", encarnada en una masa indistinguible, que sus rivales ilustrados y sofisticados. Estos líderes exigieron un conformismo total en todos los aspectos de la vida, desde el pensamiento a la vestimenta, y por lo tanto excluyeron y destruyeron a los grupos minoritarios. La lealtad ciega al líder populista también condujo a la creencia en sus poderes sobrenaturales, y a una ausencia de una oposición efectiva a ese dominio, aun cuando la medida de su fracaso debería haber resultado evidente para todos.

Hoy sabemos mucho más acerca de los regímenes totalitarios que cuando Arendt escribió su libro. Miles de estudios han abierto para nosotros los secretos del régimen nazi, y muchos hechos sobre la Unión Soviética han salido a la luz (o fueron finalmente confirmados) después de su desintegración. Sin embargo, las descripciones de Arendt aún se leen con entusiasmo, al igual que la novela de Arthur Koestler, "El Cero y el Infinito", proporciona una información más penetrante y directa sobre las purgas en Moscú que tal vez muchos tratados eruditos.

Sin embargo, la mayor parte del libro de Arendt en realidad no habla del totalitarismo. De sus tres secciones, sólo la última se centra en el totalitarismo, titulándose las dos primeras "Antisemitismo" e "Imperialismo". Si bien el hecho de que Arendt no fuera una historiadora no menoscaba su análisis de los regímenes totalitarios contemporáneos, eso la llevó a desarrollar una serie de conclusiones problemáticas en las dos primeras partes del libro, en la que analiza la evolución política de Europa en la época moderna, y sobre todo del surgimiento del racismo y lo que ella denomina "el declive del Estado-nación". La emoción justificada que se desprende de las profundas ideas sobre el totalitarismo de la sección final del libro, es en gran medida responsable de la falta de atención prestada a las otras partes.

En la sección sobre el Imperialismo, Arendt dedica un capítulo al auge de los movimientos pan-germanistas y pan-eslavistas y, sorprendentemente, lo muestra como una evidencia de la decadencia del Estado-nación. Sin embargo, la investigación histórica, así como las propias afirmaciones de estos movimientos "pan", indican que se trata claramente de movimientos nacionalistas llevados al extremo. Por ejemplo, el pan-eslavismo produjo una expansión del nacionalismo ruso, ayudado por los movimientos nacionales de otros pueblos eslavos (como los checos, pero nunca de los polacos). Y el nacionalismo alemán en su forma más extrema no estaba satisfecho con la unificación de Alemania. La ideología pan-alemana se veía a sí misma como la más clara expresión del nacionalismo alemán, por lo que contempló a los Volksdeutsche - los alemanes étnicos que vivían en otros países de Europa del Este - como parte integrante del pueblo alemán y del Tercer Reich.

Sostener lo contrario significa ignorar la conexión histórica entre el nazismo y sus raíces en el ala extremista del nacionalismo alemán. La asociación de estos movimientos "pan" con la decadencia del Estado-nación también promueve que Arendt ubique problemáticamente al antisemitismo moderno en el tejido de la historia europea.

Su importante declaración sobre esta cuestión, que impregna todo su análisis del antisemitismo, es que "el antisemitismo moderno creció en la misma proporción en que el nacionalismo tradicional se redujo, y alcanzó su punto culminante en el momento exacto en que el sistema europeo de Estados-nación, y sus precarios equilibrios de poderes, estalló".

No hay soporte histórico para esta afirmación, la investigación demuestra que lo cierto es todo lo contrario: fue el surgimiento de los modernos Estado-nación, y los desafíos que enfrentaron, lo que llevó al fuerte aumento del antisemitismo. Como Zeev Sternhell ha demostrado, el auge del nacionalismo integral en la Francia de finales del siglo XIX se canalizó gracias al affaire Dreyfus en un radical antisemitismo, y los estudios de George Mosse y Peter Pulzer indican un enlace similar en Alemania y Austria.

Además, y esto está totalmente ausente del relato de Arendt, el surgimiento de un agresivo antisemitismo en la Europa oriental está directamente relacionado con el surgimiento de los movimientos nacionalistas y de los Estados-nación. Cuando el nacionalismo prosperó y logró sus objetivos políticos en Rumanía, Hungría, Polonia y Lituania, el antisemitismo aumentó cuando esos mismos movimientos nacionalistas tuvieron que hacer frente a la existencia de una minoría judía relativamente importante dentro de esos nuevos territorios. Aparte de una discusión sobre el caso de Rusia, donde los análisis de Arendt están plagados de su visión problemática del paneslavismo como una expresión del fracaso del nacionalismo ruso, esta parte de Europa está ausente de la discusión y análisis de Arendt. Esto plantea la siguiente e importante pregunta: "¿Cómo es posible discutir sobre el antisemitismo moderno ignorando lo que sucedió con la importante población judía en la Europa del Este (mayoritaria si la comparamos con la existente en las otras partes de Europa)?".

Un examen más amplio de la teoría de Arendt sobre el incremento del antisemitismo en otras partes de Europa nos hace ver como ella trata (sobre todo en Alemania, y en cierta medida en Francia) de hacer confrontar al lector con otra problemática conclusión: que los judíos, a través de sus actividades financieras y bancarias, jugaron un papel crucial en el auge de las monarquías absolutas y del Estado-nación moderno. Los lectores críticos no pueden dejar de preguntarse qué es exactamente lo que está pasando aquí, y el por qué de esta tesis.

La respuesta es clara: Arendt, que reconoce explícitamente que ella no es una historiadora, habla sobre el papel desempeñado por los denominados "judíos de corte", principalmente en el siglo XVIII y en las cortes de algunos príncipes alemanes. Al mismo tiempo, está basando su argumento en la participación de algunos banqueros judíos "en el desarrollo del sistema bancario en el siglo XIX”. Nadie discute esto. El problema es que Arendt generaliza a partir de esos reducidos casos históricos para sacar conclusiones sobre el "lugar de los judíos" en la historia de Europa, mientras ignora totalmente el hecho de que la "mayoría de los judíos - incluso en los estados alemanes - no eran ni judíos de corte, ni financieros, ni asesores de los príncipes, sino operadores comerciales mucho más pequeños y pequeños comerciantes".

Tal como Arendt da a entender, "no había judíos pobres viviendo en los márgenes de la sociedad europea, gestionado con dificultad su propia vida, y sin derechos políticos y civiles". Como Arendt quería que "todos los judíos" fueron banqueros, financieros, judíos de corte y/o privilegiados - o bien, en su lenguaje generalizador: "Los judíos fueron proveedores durante las guerras y sirvientes de los reyes" -, no existiendo pues los "judíos individuales", sino que todos ellos - los judíos de corte y financieros - representaban a "los judíos de Europa" (restringiéndose los casos que menciona al caso alemán y en cierta medida francés).

Por otra parte, Arendt parece no ser consciente de la existencia de una gran falacia en su relato sobre el “papel de los judíos en el surgimiento de las monarquías absolutas y el Estado-nación moderno”: en varios de esos países, había pocos o ningún judío viviendo en ellos en el momento de su aparición como Estado-nación moderno.

Francia surgió como la principal monarquía absoluta europea bajo Louis XIV, cuando apenas vivían judíos en ella. En Inglaterra, el estado moderno también tomó forma a fines del siglo XVIII, bajo la estela de la revolución industrial, pero asimismo muy pocos judíos vivían allí en esos momentos. En cuanto a España, un Estado absolutista por excelencia, los judíos habían sido expulsados durante el período en que la monarquía absoluta española comenzó a consolidarse.

Esta ahistoricidad tan descaradamente visible en las teorías de Arendt está acompañada por otras generalizaciones que no resisten un mínimo escrutinio. Según Arendt, "los judíos" siempre apoyaron a los gobiernos en el poder en cualquier país en que vivieron, pero la verdad es que el número de judíos en los movimientos revolucionarios, liberales y socialistas era mucho mayor que su representación entre la población general. "Los judíos", continúa Arendt, “eran de alguna manera responsables del odio promovido contra ellos a causa de su reclusión comunal, de su no participación en la política, de sus preocupaciones exclusivamente endógenas y de su falta de participación en la vida social y en las luchas de clase”.

Lo cierto es que se puede argumentar precisamente todo lo contrario, que fue la importancia desproporcionada de la intervención de los judíos en la política - especialmente en la política liberal y socialista – lo que propició la crítica antisemita. Los ejemplos van desde Karl Marx y Eduard Bernstein en Alemania, a Ferdinand Lassalle en Francia; los judíos también estuvieron muy involucrados en las revoluciones comunistas en Baviera y en Hungría después de la Primera Guerra Mundial, y aún más claramente en la revolución soviética. De hecho, este fue uno de los clásicos bulos antisemitas del siglo XIX y de los nazis en el XX. Pero no hay ninguna mención de nada de esto en el análisis de Arendt.

Igualmente de sorprendente es el hecho de que en un debate de casi 200 páginas sobre el antisemitismo en Alemania, Arendt nunca menciona los escritos de algunos de los principales antisemitas: Wilhelm Marr, Eugen Duehring y Heinrich von Treitschke (mientras que no comenta sus textos, Duehring es mencionado en una nota, aunque está mal escrito su nombre de pila). Tampoco hay mención alguna del hecho de que las fraternidades de estudiantes alemanes, las Burschenschaften, fueron un caldo de cultivo de la actividad anti-judía en los comienzos del siglo XIX, con el surgimiento del nacionalismo alemán durante las guerras napoleónicas. En cuanto a las declaraciones anti-judías de Johann Fichte, el más importante precursor filosófico del nacionalismo alemán, ni una palabra.

La ausencia de estas obras y de la evolución de esos sentimientos antisemitas es aún más sorprendente porque se trata de figuras públicas cuyos libros tuvieron mucho eco entre el público alemán - de hecho, Marr fur quien acuñó el término "antisemitismo" -. Tampoco hay ninguna mención del libro de Richard Wagner “El judío en la música". Del mismo modo que Arendt no discute ni habla de los propios judíos (aparte de los judíos de corte y de los banqueros y financieros), realmente tampoco los propios antisemitas aparecen en su tratado. Esto se debe probablemente al hecho de que si los hubiera mencionado, se hubiera puesto de manifiesto que las críticas de los antisemitas contra los judíos eran de un tenor muy diferente al expuesto por la propia Arendt: por ejemplo, la propaganda antisemita que sostenía que los judíos, por su actividad revolucionaria, estaban socavando el orden político existente o bien "contaminaban" la pureza de la cultura, o de la raza, alemana. Pero estos aspectos de las acusaciones de los antisemitas contra los judíos están ausentes en el relato de Arendt.

Uno de los problemas con el “análisis histórico” de Arendt es que basa sus puntos de vista no sólo en fuentes de investigación equilibradas y respetadas, sino también en los escritos de historiadores nazis como Walter Frank, a quien cita con frecuencia y sin reservas. Frank, quien dirigió el Instituto del Reich para la Historia de la Nueva Alemania, era el responsable bajo el régimen nazi de la "limpieza" de las universidades alemanas, y no sólo de profesores judíos, sino también de libros escritos por judíos. Citar a Frank, quien se suicidó después de la caída del Tercer Reich, como fuente histórica sobre el papel de los judíos en la historia alemana resulta algo problemático, por no decir más.

Arendt también demuestra una superficial comprensión histórica de la figura de Benjamin Disraeli. Con razón, afirma que hay elementos racistas en sus novelas y discursos, y es apropiado vincularlo con pensadores racistas como Arthur de Gobineau y Houston Stewart Chamberlain. Sin embargo, hay una diferencia: Gobineau y Chamberlain querían exaltar la raza blanca como suprema y justificar así la dominación europea de las razas "inferiores". Mientras tanto, Disraeli glorifica a los judíos oprimidos y humillados, y presenta a los europeos como intelectualmente inferiores, pero esto es una especie de “racismo de protesta” de los humillados, al igual que el racismo negro de los Frantz Fanon, Malcolm X y James Baldwin. Todo racismo es despreciable, pero aún así hay lugar para distinciones.

Teniendo en cuenta todo esto, los lectores de "Los orígenes del totalitarismo" quizá no se vean sorprendidos por varios estratos de pensamiento que aparecieron más tarde en "Eichmann en Jerusalén". Sin embargo, pueden verse aún más sorprendidos por la forma en que Arendt describió la atmósfera del juicio a Eichmann en una carta al filósofo alemán Karl Jaspers:
"Mi primera impresión: En principio, los jueces, lo mejor de los judíos alemanes. Detrás de ellos, los abogados de la acusación, galitzianos, pero al menos europeos (Galitzia era un zona ubicada en el sur y sureste de la antigua Polonia, hoy formando parte de Ucrania, Rumania y Bielorrusia). Todo está organizado por una fuerza de policía que me da escalofríos, sólo hablan hebreo y tienen aspecto árabe. Y tras las puertas, una multitud oriental, como si se estuviera en Estambul o en algún otro país mitad asiático".
Sin embargo, sería erróneo e incluso cruel contemplar a Hanna Arendt como una persona contaminada por el auto-odio judío. Ella era una judía orgullosa y una valiente luchadora contra el antisemitismo y el totalitarismo, por lo cual escribió este libro. Sin embargo, como ella misma reconoce, a veces las víctimas interiorizan las críticas dirigidas contra ellas por sus enemigos. Y, de hecho, aunque su libro contiene ecos de acusaciones y estereotipos antisemitas, Hannah Arendt no fue un ejemplo de auto-odio judío. Al contrario, ella da la impresión de ser más bien una víctima del antisemitismo, en la que quizás sea una de sus formas más crueles e insidiosas.

Hay aspectos trágicos en este monumental tratado, lo que demuestra justamente lo que el antisemitismo puede provocar hasta en las más brillantes mentes judías. Esta tragedia es dolorosa y angustiosa, y está lejos de ser banal.

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