Tuesday, April 24, 2012

El discreto encanto de la teología: Los "teólogos" y sus distorsiones, o la insondable divinidad - Fernando Bermejo



Las noticias acerca de dignatarios eclesiásticos cristianos espiando, condenando o censurando a los así llamados teólogos como presuntos desviados, herejes o distorsionadores no llaman la atención al historiador, pues son la tónica general de una religión cuyas sagradas escrituras contienen ya numerosos anatemas de correligionarios, sin excluir en ello tendencias asesinas (siguiendo en esto la estela de la actividad de su amoroso Dios, incluso antes de llegado el Dies irae: ahí tenemos, por ejemplo, la conmovedora historia de Ananías y Safira en el capítulo 5 de los Hechos de los Apóstoles). El resto de la historia de la sedicente religión del amor proporciona ejemplos inagotables de la caridad con que cada día los cristianos se tratan entre sí.

Aunque a uno le susciten espontáneamente simpatía minorías y censurados, en estos casos debemos refrenar nuestros impulsos para poder comprender en qué consisten realmente estos rifirrafes intra-cristianos. De hecho, bien mirado, censurados y censuradores acostumbran a parecerse extraordinariamente entre sí – desde luego, mucho más de lo que casi todos ellos parecen dispuestos a reconocer –. Para empezar, no en vano muchos dignatarios episcopales entre los censuradores gustan de darse ínfulas intelectuales (aunque la mayoría no distingan la ética de la química o la hipóstasis de la apocatástasis) y muchos a quienes censuran no son otra cosa que sedicentes teólogos, mientras que los mismos - también sedicentes - teólogos examinados son a menudo eclesiásticos a los que, como tales, generalmente no les habría desagradado en absoluto ascender en el cursus honorum obteniendo cada vez más altas dignidades.

Por otra parte, todos ellos, condenadores y condenados, censuradores y censurados, comparten las Fantasías Fundamentales de la Fe. Todos creen a pies juntillas en una enorme cantidad de cosas pintorescas (que ellos llaman “verdades”), incluyendo la incomparable superioridad del cristianismo sobre el resto de las visiones del mundo, la creencia en que algunas palabras pronunciadas a modo de conjuro les facultan para transmitir el así llamado Espíritu divino, en que el predicador visionario Jesús de Nazaret fue – y no solo en cuanto homo sapiens – el No-Va-Más, en que en comparación con él sus contemporáneos eran unos tarados espirituales y morales (y que por eso lo mataron), en que los no creyentes no son humanos comme il faut, y otras muchas cosas no menos ocurrentes y divertidas.

Condenadores y condenados, censuradores y censurados se parecen, asimismo, por su modus operandi. Habiendo adquirido sin mucho esfuerzo, gracias a su incorporación en un colectivo clerical, prestigio y reconocimiento social (además de otras ventajas que los sociólogos de la religión llaman “compensadoras”), todos ellos resultan idénticos en el hecho de ser vendedores de Humo, especialistas en la Nada, expertos en lo Indemostrable, consumados doctores en Charlatanería, administradores de la Confusión, turiferarios del Mito y trileros de la Esperanza.

Todos ellos se asemejan, en fin, en que proclaman ser los “verdaderos seguidores” de Jesús. Aunque ninguno sienta el más mínimo respeto por la Ley de Moisés que el visionario galileo respetó, y aunque ni uno solo de ellos albergue, ni en sueños, las muy concretas esperanzas ni el amor del judío por su pueblo, todos se llenan la boca con la pretensión de ser los intérpretes más fieles de su “espíritu” – algo tanto más fácil cuanto que Jesús, ay, no puede levantarse de su tumba para desmentirlos –. Para todos ellos, Jesús es el comodín que – convenientemente deshistorizado y mistificado – usan permanentemente y sin que se les caiga la cara de vergüenza.

Por lo demás, a diferencia de las verdaderas e incontables víctimas – los perseguidos, los ninguneados, los destrozados, los torturados, los quemados – de esa misma Iglesia a la que tan gozosa y orgullosamente todos ellos pertenecen, a los “teólogos” censurados de hoy en día no les ocurre ni les ocurrirá nada realmente grave. Al menos mientras no cambien las tornas, las jerarquías de turno no tienen ya el poder para arruinar la vida de quienes no se postran como borregos ante ellos. De hecho, hoy en día, a los censurados por sus queridos colegas las censuras les sirven incluso para aumentar las ventas de sus libros y su presencia mediática (ser censurado puede añadir incluso un plus de “malditismo” que a muchos no les desagrada en absoluto, en especial cuando no les priva de los privilegios de que hasta el momento han gozado en sus Iglesias). En cualquier caso, quienes necesitan consuelo, apoyo, una mano o una palabra amiga, no son ellos. Las verdaderas víctimas de este mundo – y se cuentan por decenas y cientos de millones – no se encuentran ciertamente en las poltronas de los “teólogos”.

De hecho, los “teólogos” condenados o censurados tienen hoy grandes grupos de fans. Cuando las víctimas de la Iglesia eran condenadas, nadie levantaba un dedo por ellas (como no fuera para añadir alguna ramita a la hoguera). Pero los teólogos modernos – que acostumbran a llevar vidas bastante agradables – tienen lectores, simpatizantes y seguidores que se cuentan por cientos y aun por millares, que se movilizan por Twitter y Facebook de inmediato cuando los más encarnizados perros del Señor se sueltan de sus correas para lanzar sus ataques. Objeto del aplauso de muchos, no son en absoluto – y por fortuna – víctimas de la soledad ni de la opresión.

El apoyo de que gozan los “teólogos” es algo que resulta francamente comprensible, pues cumplen una función imprescindible e impagable en calidad de esthéticiennes de la fe. Dada la más que dudosa plausibilidad de muchas de las creencias de las corrientes cristianas mayoritarias (aunque en ella no le van a la zaga otras creencias, religiosas o no), no pocos de los creyentes que se permiten la funesta manía de pensar – incluyendo a los así llamados teólogos – acaban sintiendo la imperiosa necesidad de algún tipo de ajuste balsámico para afrontar un sistema de ideas y mandamientos que les resulta opresivo, no del todo inteligible o convincente, o al menos ocasionalmente inquietante. Trinidad, cristología, soteriología, escatología, moral cristiana (sin olvidarnos de saberes tan enjundiosos como la mariología o la josefología) sobreabundan hasta tal punto en afirmaciones peregrinas, disparatadas y esperpénticas y generan tal número de rompecabezas que cualquier cerebro no irreparablemente dañado necesita una buena cantidad de ajustes para poder seguir conviviendo con tales engendros sin morirse del susto, de risa, de bochorno o de mala fe.

A esta labor de ajuste estético, maquillaje y aun de lifting se dedican los así llamados teólogos, mediante una más o menos alambicada jerga y la utilización oportuna de disiecta membra extraídos por lo general de la filosofía, la antropología o la sociología, con el objeto de intentar dotar de una cierta respetabilidad a una visión del mundo en la que, junto a algunas ideas bonitas y – en raras ocasiones – incluso sublimes, la más desbocada fantasía, la insensatez, la incoherencia y la arbitrariedad campan a sus anchas. De este modo, gracias a los cosméticos y afeites teológicos, muchos cristianos – comenzando por los propios “teólogos” – logran convencerse de que los delirios en que creen merecen realmente el asentimiento, y acaban comulgando con una considerable cantidad de ruedas de molino.

No obstante, los intentos de racionalizar el delirio solo pueden engendrar nuevos delirios, en un interminable y delirante ciclo cuya contemplación es uno de los medios más efectivos de convencer al espectador de que la humanidad es una especie con la que, al menos si de racionalidad se trata, no hay nada que hacer. No obstante, a quien está instalado en el delirio, la racionalización del delirio – siempre y cuando coincida con sus propias intuiciones racionalizadoras – puede llegar a proporcionarle un bálsamo efectivo, lo que explica que cierta clase de personas, al leer las obras de algunos “teólogos”, experimenten un sentimiento de alivio e incluso de placentera liberación. Esto permite comprender, a su vez, la constitución de los mencionados grupos de fans teológicos y la profunda veneración que sus miembros sienten por sus gurús. De hecho, basta con que los “teólogos” logren colocar algún interrogante en el mundo mítico en el que respiran, o dar una versión aparentemente menos enloquecida de alguno de los comunes desatinos, para ipso facto hacer creer a muchos – y ante todo, a ellos mismos – que son mentes privilegiadas y aun adalides de la Ilustración.

Por supuesto, como siempre entre cristianos – y entre humanos en general –, lo que a unos les produce alivio, a otros les causa una insoportable urticaria. Y ahí tenemos a los Cancerberos de la Fe, a los Guardianes de la Ortodoxia, a los Teólogos de la Uniformidad y a quienes los jalean, a los que ni siquiera conservan la necesidad de racionalizaciones ulteriores porque el Amén ha embutido sus existencias hasta el punto de que el sentido de su vida consiste en asentir sin rechistar a lo que diga el catecismo o el papa de turno. Cuanto menos seguros se sienten de sí mismos, más necesitan que otros concuerden con ellos y más nerviosos les ponen aquellos cuya voz no es un eco exacto de la suya. Y así, cum vociferatione, invocan las llamas del infierno no solo para quienes sin la menor duda se lo merecen (ateos e infieles de toda laya), sino también para sus propios correligionarios, aunque estos crean básicamente lo mismo que ellos. Lo bastante ciegos para no reconocer sus propias y descomunales distorsiones, acusan de distorsiones a sus semejantes. Quien esté libre de pecado… o ex falso quodlibet.

Pocos como Jorge Luis Borges han visto con tanta lucidez en qué consisten las disputas teológicas, su inanidad última y el carácter funesto de sus consecuencias. En su cuento “Los teólogos”, narra el fatal enfrentamiento de dos de ellos, Aureliano y Juan de Panonia, uno de los cuales consigue que el otro acabe quemado en la hoguera y más adelante obtiene un desenlace parecido. El memorable relato termina así:
El final de la historia sólo es referible en metáfora, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona”.
Exactamente igual, cabría apostillar, que para la impía mente del ateo.

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