Sunday, November 23, 2014

La nueva guerra santa de Jerusalén - David Gordis - Bloomberg



Hay ataques terroristas, y hay pogromos. El ataque a una sinagoga de Jerusalén de esta semana que mató a cuatro rabinos fue un pogromo. Fue un ataque motivado no por la política, sino por el odio religioso; y no iba dirigido contra los israelíes, sino contra los judíos.

Los asesinos estaban armados con hachas y armas de fuego en lugar de con cinturones suicidas, y no fueron a matar judíos sino a sacrificar judíos. Las imágenes eran terribles: un chal de oración en un charco de sangre, el libro de oraciones rojo de sangre de una de las víctimas, y lo más inquietante, la mano de un hombre muerto, todavía con sus filacterias, sumergida en su propia sangre. Los testigos dijeron que el brazo era la de un fiel, también envuelto con sus filacterias, había sido arrancado de su torso.

Para los judíos conocedores de la historia judía, estas imágenes no son nuevas: son las imágenes de un destino del cual Israel fue destinado para redimir a los judíos. Consideren esta descripción del pogrom de Kishinev en 1903:
[Un niño], ciego de un ojo desde su juventud, suplicó por su vida ofreciendo sesenta rublos al líder de la multitud..., pero éste le arrancó su otro ojo diciéndole "Nunca más volverás a mirar a un niño cristiano". Clavos fueron incrustados en las cabezas, los cuerpos fueron desmembrados y los vientres abiertos y llenados de plumas. Las mujeres y niñas fueron violadas, y algunas tenían sus pechos cortados.
Los judíos sabían que esta clase de odio no podía combatirse con la razón. Una violencia de ese tipo no estaba motivada por la economía, por un territorio en disputa, o incluso por la historia. Provonía, así lo entendieron, de un malsano odio contra los judíos impulsado por una enfermedad milenaria de la que Europa nunca se recuperaría.

El siglo XX fue haber sido el siglo de la razón, el que iba a  desterrar los antiguos odios. Pero cuando el veneno se desató en Kishinev durante el inicio del siglo (aún no tenían idea, por supuesto, de lo horrible que sería éste siglo), supieron que tenían que huir.

En el Sexto Congreso Sionista celebrado en 1903, Theodor Herzl, el padre del sionismo político moderno, evocó a Kishinev no como un evento particular, sino como una condición. "Kishinev existe en todo el mundo... El autorrespeto y la dignidad judía está dañada y su propiedad despojada porque ellos son judíos. Salvemos a los que aún puede ser salvados". "Los judíos", insistió, "necesitan un Estado propio".

Él no fue el primero en decir eso. Cuando el asesinato del zar Alejandro II en 1881 desató un estallido similar de violencia asesina anti-judía, un temprano sionista, Yehuda Leib Pinsker, escribió que "las desgracias de los judíos se deben, sobre todo, a su falta de deseo de independencia nacional... Si no desean existir para siempre en una situación vergonzosa... deben convertirse en una nación". Mientras los judíos estuvieran sin tierra y sin estado, argumentó Pinsker, tal como lo haría Herzl una década y media más tarde, el judío persistiría en "una situación vergonzosa". Él también argumentó que no había otra opción: los judíos necesitaban huir de Europa.

Así que muchos huyeron, muchos millones. La mayoría se fue a América, pero algunos sionistas comprometidos fueron hasta Palestina donde esperaban construir un Estado-nación para los judíos. Los italianos tenían Italia, los polacos tenían Polonia y los alemanes tenían Alemania. Cada uno tenía una lengua, una historia, una cultura. Así también lo querían los judíos, pero les faltaba un estado, y el precio de ser apatridas, creían, era Kishinev.

El Estado judío tenía que poner fin a esas imágenes. Sí, un conflicto trágico y sangriento por la tierra entró en erupción, pero los judíos - más tarde llamados israelíes - creyeron que el conflicto podría resolverse. Israel firmaría tratados con sus vecinos árabes, en ocasiones renunciando a territorio (como el desierto del Sinaí, en el caso de Egipto), y a veces no (desde Jordania no se requería ninguna concesión territorial significativa). Cuando surgió el nacionalismo palestino y luego se convirtió en el gran amor del mundo, el centro y la izquierda política israelíes se mantuvieron imperturbables. Este era un conflicto sobre el territorio, razonaron, cuando los palestinos estén dispuestos a vivir en paz al lado de Israel podremos ceder más territorio y el conflicto habrá terminado.

Pero las imágenes de los cuerpos de esos judíos asesinados a machetazos y del piso de una sinagoga empapado en sangre, nos demuestran claramente la existencia de un odio muy profundo que no será aliviado por las concesiones territoriales. Esas imágenes les recuerdan a los israelíes por qué sus padres huyeron de Europa y construyeron aquí su hogar nacional, y les dicen que están siendo atacados por ese mismo odio venenoso del que sus padres habían tratado de escapar.

Pero esta vez esos 7 millones de judíos israelíes no tienen ningún lugar hacia donde ir. ¿A dónde irían?

Mientras Hamas ha elogiado la carnicería y los palestinos han celebrado la matanza repartiendo caramelos a los niños y enarbolando hachas y fotografías de los asesinos, el primer ministro Benjamin Netanyahu ha llamado a la moderación instando a los judíos a no tomar la ley con sus propias manos.

Sin embargo, mientras Netanyahu busca la moderación, una parte de los israelíes, de manera individual, es poco probable que de muestras de esa requerida moderación. Porque si este horror no se puede detener, la premisa fundamental del sionismo y de las promesas que realizó al pueblo judío - y que le sitúo a su cabeza - habrán sido en vano. Y ningún primer ministro israelí puede permitirse que eso suceda.

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