Sunday, March 11, 2018

Críticos franceses del islamismo - Michael Seidman - RdL





Los recientes ataques terroristas islamistas en Francia ‒ 237 personas asesinadas entre enero de 2015 y agosto de 2016, incluidas las ochenta y seis víctimas arrolladas por un camión en Niza el 14 de julio de 2016 (un presagio de los ataques de Barcelona de agosto de 2017) ‒ conmocionaron a muchos, entre ellos quienes, con «una mentalidad angelical y pacífica», se mostraban reacios a reconocer las intenciones homicidas de los islamistas violentos. Los atentados pusieron de manifiesto un fracaso de la integración, ya que muchos de los atacantes pertenecían a la segunda o tercera generación de inmigrantes y los asesinatos han inspirado a una serie de pensadores franceses a reflexionar sobre la relación entre el islam y la democracia occidental. Estos autores establecen una distinción entre el islam como religión y el islamismo como movimiento político que tiene como objetivo imponer la ley de la sharía y abolir la separación entre lo público y lo privado. El islamismo puede adoptar también formas terroristas y estos pensadores no tienen miedo de explorar la compleja relación existente entre islam y violencia. Esta «escuela» de analistas se sitúa conscientemente en la tradición ilustrada de la República Francesa y confirma el derecho a criticar las religiones, incluso hasta el punto de la blasfemia. Este grupo defiende los valores ilustrados de la libertad de expresión, la igualdad de género y el respeto a las libertades individuales. Los ensayistas, calificados a veces de «neorrepublicanos», expresan su orgullo por la historia y la cultura nacionales francesas y rechazan en gran medida la crítica multiculturalista de la civilización occidental. Sus críticos, que quedan habitualmente a la izquierda, han contraatacado acusándolos de avivar la xenofobia, el chovinismo e, incluso, el racismo.

El título del libro más reciente de Pascal Bruckner, Un racisme imaginaire, resume rápidamente su respuesta al contraataque: «La crítica de una religión tiene que ver con el espíritu de indagación, pero no ciertamente con la discriminación». Bruckner afirma que el «antirracismo» de lo políticamente correcto racializa conflictos que no son auténticamente raciales. Para Bruckner, esta transformación de una religión en una raza sigue constituyendo un misterio, comparable a la transubstanciación. Quien ha sido en ocasiones coautor de Bruckner, Alain Finkielkraut, subraya que, en general, la izquierda carece de un verdadero proyecto para el cambio económico y social que pueda movilizar a un gran número de votantes y necesita por ello desacreditar a sus enemigos acusándolos de «racismo». Aunque la izquierda afirma rechazar todas las formas de racismo, este sigue siendo, paradójicamente, «su salvavidas, su último recurso». Waleed Al-Husseini, un palestino ateo que abandonó el islam y encontró refugio en Francia, declara que la crítica del islamismo y el yihadismo se ha transformado en «islamofobia», que es en última instancia una «fatwa moderna». Para evitar esta acusación, los anteriores presidentes francés y estadounidense, François Hollande y Barack Obama, demostraron ser incapaces de pronunciar las palabras «terrorismo islámico» o incluso «islam radical». La sensibilidad y delicadeza que solían caracterizar las discusiones sobre sexo han emigrado actualmente a la religión. Las democracias occidentales suelen negarse a reconocer que tienen un enemigo, pero, como nos recuerda el sociólogo y filósofo francés Julien Freund, no elegimos a nuestro enemigo: él nos elige a nosotros. Podemos decirle que no tenemos nada contra él, e incluso admirarlo, pero es posible que él siga siendo nuestro enemigo. Esta negación de la presencia de un verdadero enemigo ha permitido que Marine le Pen, la dirigente del Frente Nacional, y Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, violen la corrección política y atraigan a numerosos votantes que reaccionan positivamente ante la fruta prohibida pero tentadora de la realidad.

En el pasado, gran parte de la izquierda se mantuvo reacia a criticar a la Unión Soviética, temerosa de que ello fortalecería a la derecha al legitimar su crítica del comunismo real. Hoy, temores similares a provocar islamofobia y consolarse en el nacionalpopulismo de Le Pen y Trump siguen paralizando a gran parte de la izquierda, que ha abandonado su anticlericalismo y racionalismo históricos, al menos en el caso del islam. Del mismo modo, la izquierda ha dejado de insistir suficientemente en que el islam acepte los valores ilustrados de la tolerancia y la igualdad y haga de la religión un asunto privado, del mismo modo que obligó a hacerlo en otro tiempo al cristianismo y el judaísmo. Bruckner defiende que esta incapacidad para respaldar valores progresistas caracteriza la presencia continuada del pecado original judeocristiano. «El Viejo Mundo ha vencido a todos sus monstruos: la esclavitud, el colonialismo, el fascismo y el estalinismo. Con una excepción: su odio a sí mismo».

De hecho, lo que Bruckner llama el «espíritu de colaboración», una referencia a la cooperación con el Tercer Reich por parte de la Francia de Vichy, prevalece entre gran parte de la izquierda, que ha subordinado al multiculturalismo su anterior énfasis en las reformas sociales y económicas que beneficiaban a los trabajadores. Así, los socialistas franceses (y los demócratas estadounidenses) han intentado recientemente sin éxito conformar coaliciones electorales de diversas minorías y «comunidades» heterogéneas para obtener victorias electorales nacionales. Elementos de la extrema izquierda consideran a los musulmanes como los sucesores del proletariado. A finales de febrero de 2015, siete semanas después de los ataques a las oficinas de la revista humorística Charlie Hebdo y a un supermercado kosher en el que fueron asesinadas un total de diecisiete personas, representantes del Parti Communiste Français, el Nouveau Parti Anticapitaliste y el Front de Gauche (sin su líder, Jean-Luc Mélenchon), organizaron una reunión para denunciar la «islamofobia y el clima de guerra interna». Se unieron a la extrema izquierda grupos islamistas, imanes y otros musulmanes que se sentían más que contentos de contribuir a un «culto a la victimización» revitalizado. De cara a existir y llamar la atención de la opinión pública contemporánea, todos los grupos deben autorretratarse como perseguidos y merecedores de especial reconocimiento y compensación. Los partidarios del culto a la victimización, junto con algunos antifas, rechazan los temores al islam radical y el islamismo, que tildan de islamófobos o, incluso, fascistas.

Los simpatizantes antirracistas e islamistas juegan hábilmente con los sentimientos de culpabilidad occidentales por el esclavismo, el colonialismo y el racismo del pasado para permitir campar a sus anchas a su propio etnocentrismo e intolerancia. En octubre de 2013, en Estambul, la Organización de la Conferencia Islámica, integrada por cincuenta y siete países, exigió que los países occidentales limitaran la libertad de expresión mediante la criminalización de la blasfemia, una petición que repiten casi anualmente. Por supuesto, en muchos, si es que no en la mayoría de estos países, los hindúes, los budistas y los cristianos están proscritos o son descaradamente perseguidos. Al enfrentarse muy pronto a la discriminación, los pogromos y la violencia que afligirían más tarde a otras religiones no musulmanas, casi todos los judíos de los países musulmanes se fueron hace varias décadas. Esa reciente diáspora judía no impide que algunos intelectuales occidentales y una serie de musulmanes afirmen que los musulmanes europeos son los «nuevos judíos». En su mentalidad, la «islamofobia» ha sustituido al antisemitismo. La analogía con los años treinta del siglo pasado muestra la obsesión de esa década en nuestra memoria, pero el paralelismo está fuera de lugar. En los años treinta, los judíos no se convirtieron en suicidas cargados de bombas, ni hicieron estrellar aviones contra rascacielos, ni atropellaron a docenas de viandantes, ni masacraron a los clientes de clubes nocturnos, ni asesinaron a policías en la calle, todo ello en nombre de la lucha contra el infiel. El politólogo Pierre-André Taguieff ha declarado que «si el miedo prevalece en lo que se ha llamado abusivamente islamofobia, el odio prevalece en la judeofobia».

Durante la persecución europea de los judíos en el siglo XX aún no se habían imaginado la acción afirmativa y las campañas de diversidad. De hecho, al igual que muchos musulmanes actuales, los judíos deseaban asimilarse o integrarse en las sociedades europeas. Perversamente, sin embargo, el genocidio de los judíos ‒ el Holocausto ‒ ha provocado una nueva forma de antisemitismo, en la que los judíos resultan ofensivos por su supuesto dominio de la victimización. Al igual que sus predecesores, los antisemitas contemporáneos y algunos «antirracistas» siguen viendo a los judíos como manipuladores de la economía y los medios de comunicación, pero han añadido que los judíos controlan ahora injustamente el mercado de la compasión, que debería conceder una mayor cuota a los palestinos, descendientes de esclavos africanos, y a los musulmanes, colonizados en otros tiempos. «Por decirlo con otras palabras, ¿por qué todo el mundo quiere ser hoy judío, sobre todo los enemigos de los judíos?».

Bruckner sostiene que el recurso al terrorismo no constituye ninguna prueba de la vitalidad del islamismo, sino más bien de su pánico. «Francia es, pues, detestada por los integristas no porque oprima a los musulmanes, sino porque los libera». Los islamistas se creen que han invadido con éxito Occidente, pero Bruckner confía en que Occidente transformará el islam. Puede que Bruckner peque de exceso de confianza, ya que la segunda y la tercera generaciones de inmigrantes norteafricanos en Francia se han convertido en más islamistas que sus padres. La secularización, o lo que el filósofo francés Marcel Gauchet ha llamado «la salida de la religión» ya ha dejado de ser un fenómeno puramente occidental y ha pasado a hacerse global, poniendo con ello al islam a la defensiva: «En el fondo, la cuestión en el yihadismo no es el islam como tal, sino una interpretación concreta del islam que se desarrolla en un cierto contexto y en una periferia radical, bajo el efecto de la inscripción forzosa del islam en una modernidad que lo debilita. Esta interpretación permite a la vez comprender tanto el vínculo con el islam, que es incuestionable, como el hecho de que no se trata del islam en cuanto tal».

En 2002, en su Les Territoires perdus de la République, Georges Bensoussan ya había alertado al público en relación con el antisemitismo, el sexismo y la homofobia de un gran número de musulmanes franceses. Su nuevo libro, Une France soumise. Les voix du refus, reúne testimonios a menudo anónimos de médicos, enfermeras, oficiales de policía, trabajadores sociales y políticos locales que interactúan diariamente con inmigrantes musulmanes y con sus descendientes. El objetivo del volumen es mostrar que la sumisión al islam radical no era simplemente la fantasía distópica de la novela Sumisión (2015), de Michel Houellebecq, sino también una sombría realidad en ciertas zonas de Francia dominadas por los islamistas. Los políticos locales y los directores de colegios violan a menudo el laicismo francés (esto es, la estricta separación entre iglesia y Estado) y ceden a las demandas islamistas con el fin de cultivar a hipotéticos electores o evitar protestas y manifestaciones de violencia. En efecto, la sociedad anfitriona ha complacido al islam, no viceversa. Las autoridades locales y gran parte de los medios de comunicación aceptan la representatividad de una «minoría tiránica». El fracaso francés en la integración de un gran número de musulmanes contrasta con el éxito de la asimilación de los recientes inmigrantes asiáticos que, «al cabo de cinco años, se habían integrado por medio del trabajo y la escuela [...]. No demandaban otra cosa que fundirse con el país de acogida, poniendo, por ejemplo, nombres franceses a sus hijos, o incluso cambiándose su propio nombre a fin de integrarse mejor». El éxito de los inmigrantes asiáticos ha desatado un racismo antiasiático, similar pero menos virulento que el antisemitismo, entre los hijos desfavorecidos de otros grupos inmigrantes.

Según un médico anónimo con una consulta de medicina general en el suburbio parisiense de Saint-Denis, de mayoría musulmana, un importante número de inmigrantes y sus familias se benefician con la conciencia tranquila de los más que generosos beneficios que ofrece el Estado de bienestar francés y la atención médica gratuita, ya que «un país colonialista [...] debe pagar por lo que hizo». Aunque las antiguas colonias francesas en África llevan siendo independientes desde hace casi tres generaciones, los ciudadanos franceses de ese continente siguen siendo víctimas eternas del imperialismo occidental. Muchos de ellos (y otros ciudadanos) aceptan la culpa de Francia y denigran constantemente su pasado. Se echa la culpa de su desempleo y su fracaso escolar al racismo colonialista. Algunos desobedecen las leyes francesas llevando burkas y siguen remitiéndose a la sharía en todo lo relativo a las mujeres. Dada la violencia machista existente contra las mujeres y los niños, se admite frecuentemente en los hospitales a mujeres maltratadas, algunas de las cuales vienen directamente desde los países árabes. Aun así, los maridos se niegan a que médicos varones examinen a sus mujeres.

A fin de monopolizar y preservar la pureza de su identidad, los islamistas controlan a las mujeres, que no pueden casarse fuera de su fe. Con su atuendo islamista, «todas las mujeres se parecen. Una negación de la identidad y del individuo, estas ropas afirman la fuerza del grupo». Aunque ilegal, se tolera la poligamia y produce una estructura familiar en la que los niños carecen de control parental, especialmente paternal, y tienen una mayor tendencia a participar en actividades criminales o violentas. Debido a las amenazas por parte de aquellos que lo consideran un apóstata que merece morir, Waleed Al-Husseini, un ateo que fue encarcelado por la Autoridad Palestina, no puede firmar públicamente su libro, Blasphémateur! Les Prisons d’Allah. En la localidad de Les Mureaux (Yvelines), se ha bautizado un colegio con el nombre de Tariq ibn Ziyad, uno de los conquistadores musulmanes de España.

André Gerin, un diputado comunista no conformista de la región de Lyon, advierte de que no debería confundirse el islamismo con el islam. El primero es antidemocrático; el segundo no es más que otra religión que debe tratarse en términos igualitarios. Alcalde de Vénissieux (1985-2009), la tercera localidad de más tamaño en el departamento del Rhône, Gerin plantea objeciones a una amplia variedad de prácticas hoy habituales: la financiación pública de organizaciones islamistas; el hostigamiento a la policía y los bomberos en los barrios predominantemente musulmanes; y el incendio y la destrucción periódicos de docenas, si no miles, de automóviles, cuyas partes se venden después en el norte de África y en Europa Oriental. La policía y los bomberos se niegan a entrar en ciertos quartiers sin antes contar con sustanciales refuerzos, a pesar de que quienes alegan padecer enfermedades ‒ que generalmente no comportan riesgo de muerte ‒ se dedican a llamar constantemente al personal de urgencias. Ha surgido una complicidad entre los traficantes de drogas y los islamistas, que justifican los beneficios del negocio de la droga con el argumento de que sirven para ayudar al Estado islámico a defender el «verdadero islam». Algunos musulmanes varones siguen resistiéndose a obedecer a las policías, y una serie de funcionarios públicos musulmanes se niegan a dirigirse a mujeres o darles la mano. En un instituto [collège] de Marsella, el 40% de las adolescentes utilizan certificados médicos falsos para poder evitar las clases de natación. Otras chicas de origen musulmán exigen contar con vestuarios en el colegio porque las presiones sociales islamistas les impiden llevar lo que ellas quieren en sus propios barrios. Algunas mujeres están genuinamente convencidas de que el pañuelo en la cabeza (suprimido en los colegios públicos en 2004), e incluso el burka, son apropiados. Céline Pina, una antigua política socialista local en Île-de-France, afirma que «el velo se ha utilizado siempre como un instrumento de la apropiación por parte de la sociedad del cuerpo de las mujeres, que pasa a ser así una propiedad colectiva. El velo es, por encima de todo, el instrumento de propaganda más visible para afirmar la islamización de la ciudad». Añade que las mujeres con velo y las prostitutas son las dos caras de la misma moneda, ya que ambos grupos se ven reducidos a su sexo y apenas existen fuera de él.

Pina denunció el sexismo del Salón de la Mujer Musulmana celebrado en Pontoise, donde, en 2015, dos jóvenes activistas de Femen con los pechos al descubierto provocaron un escándalo al interrumpir las actividades y gritar en francés y en árabe: «Nadie me somete, nadie me posee, yo soy mi propia profeta». Fueron recibidas con gritos de «¡Violadlas!», «¡Matadlas!» y «¡Mandadlas al Daesh [el Estado Islámico]». Pina defiende hábilmente su intervención, a pesar de no haber sido invitadas: «En este caso, el cuerpo de la mujer, y especialmente sus pechos, se convierten en una herramienta política. Al aceptar su fragilidad y transmutarla en valor, la mujer completa su liberación y se reapropia de su cuerpo al rechazar rotundamente la asignación al pudor, que hunde sus raíces en la hipersexualización del cuerpo femenino». El galardonado autor argelino Kamel Daoud añade que los «islamistas están obsesionados con el cuerpo femenino. Lo violan porque les aterra. Para ellos, la vida es una pérdida de tiempo previa a la eternidad. Pero, ¿quién representa la perpetuación de la vida? La mujer».

En zonas con una gran población musulmana, la misoginia islamista se ve complementada por el antisemitismo. Un médico informa de que el odio a los judíos es frecuente entre «un gran número de pacientes». La demonización de los judíos, más que el apoyo al islam, es lo que sustenta a muchos defensores de la causa palestina. A pesar de graves actos de terrorismo islamista, los incidentes antisemitas siguen siendo dos veces superiores que los antimusulmanes, a pesar de que el número de musulmanes en Francia es aproximadamente diez veces mayor que el de judíos. Estos han abandonado los colegios públicos y se calcula que el 25% estudian ahora en instituciones católicas privadas. Aunque la abrumadora mayoría de familias judías se encuentran integradas en la República Francesa, aproximadamente el 1-2% de una población judía de alrededor de quinientas mil personas se trasladan cada año a Israel, Canadá, Estados Unidos y otros países. Al igual que sus compatriotas judíos, muchos gentiles franceses han empezado también a acariciar la idea del exilio. Lamentablemente, muchos nativos se sienten como «extranjeros en su propio país». Padecen lo que el politólogo Laurent Bouvet ha bautizado como «inseguridad cultural».

Los estudiantes musulmanes de bachillerato se oponen a tener profesores judíos y profesoras mujeres, y plantean objeciones al contenido de los cursos de biología, literatura e historia, como los que versan sobre el caso Dreyfus ‒ «otra vez un judío» ‒ y el Holocausto: «otra vez los judíos. ¿Por qué no estudiamos el genocidio de los palestinos?» y «seis millones no son suficientes». El uso extendido de la palabra «genocidio» entre personas carentes de cultura histórica y convencidas de su propia victimización se ha convertido en una de las principales herramientas de las teorías de la conspiración, el antisemitismo y la negación o trivialización del Holocausto. Los estudiantes musulmanes también han boicoteado los homenajes a las víctimas del terrorismo celebrados tras las atrocidades. Según los islamistas, los trabajadores asesinados de Charlie Hebdo «se lo han buscado» al representar visualmente a Mahoma, un sentimiento del que se han hecho eco sectores de la prensa árabe. Los defensores adolescentes de los asesinos los transforman en víctimas que luchan por la justicia contra la «islamofobia». Es cierto que las discriminaciones ‒especialmente en el trabajo para los musulmanes‒ se hallan, desgraciadamente, muy extendidas, pero los potenciales empleadores tienen miedo de tener que enfrentarse a actitudes sexistas hacia sus compañeras; a demandas de un tratamiento especial durante las vacaciones, especialmente el ayuno durante todo un mes del Ramadán; y a solicitudes de tiempo para rezar y espacios para la oración.

Los autores mencionados refutan el tropo habitual de que el racismo francés constituye una explicación para el terrorismo islamista. Taguieff explica que «la vulgata antirracista [...] postula que “el racismo” explica todo, mientras que se trata sobre todo de un fenómeno que ha de ser explicado». El «racismo antiblanco» y un «antisemitismo desacomplejado» entre un gran número de personas que viven en los suburbios predominantemente musulmanes horroriza a estos autores. Su identificación del racismo antiblanco con el antisemitismo muestra un cambio dramático en la historia de este último. Durante gran parte del siglo XX, el antisemitismo se asoció con la extrema derecha. Hoy, en algunas partes de Francia, es más habitual ‒ y ciertamente más violento ‒ entre los descendientes de inmigrantes musulmanes que entre los de más rancio abolengo francés (français de souche). Además, lo que un antiguo oficial de policía de alto rango ha llamado «la subcultura del odio [a los judíos]» se ha convertido asimismo en un indicador del fracaso de la integración y de cómo detestan a Francia, que es el país europeo que cuenta con el mayor número de voluntarios (oficialmente, mil seiscientos) que han decidido ir a combatir en las filas del Estados Islámico. El yihadista Mohamed Merah ‒ que asesinó en 2012 a tres soldados franceses, un adulto judío y tres niños judíos ‒ ilustra sangrientamente la fusión entre francofobia y judeofobia. La madre del asesino «siempre dijo que los árabes han nacido para odiar a los judíos» y algunos jóvenes musulmanes lo celebran como un héroe de guerra «antisionista». El novelista y crítico literario Pierre Jourde responde: «Gracias, hada buena Israel. Gracias a tu varita mágica, transformas una vieja canallería en militantismo de los condenados de la tierra». Muchos prisioneros de origen norteafricano en cárceles francesas ‒ la estimación de un imán es que el 60% de los presos son de origen musulmán ‒ han regresado celosamente a la fe militante de sus antepasados. Un buen número han resucitado también las teorías de la conspiración basadas en la colaboración judeomasónica, que repiten irónicamente las fantasías que hicieron circular en otro tiempo los regímenes católicos del general Franco y el mariscal Pétain. Aproximadamente un tercio de los musulmanes franceses toman por explicaciones los «delirios conspiradores». Finkielkraut afirma que los antisionistas que ven la mano de Israel en todas partes son realmente antisemitas. Sinagogas, escuelas judías y museos de temática judía se hallan protegidos como fortalezas con objeto de impedir nuevos ataques terroristas. Los incidentes antisemitas son especialmente numerosos allí donde la izquierda controla los municipios y favorece las campañas antiisraelitas y propalestinas.

La integración de devotos musulmanes resulta especialmente difícil en una Francia laica que, tras una lucha de un siglo, llegó a la separación casi completa de religión y Estado en 1905. La laïcité fue concebida para liberar al individuo, pero muchos musulmanes la ven ahora como un instrumento de persecución. Social y legalmente, la mayoría de los ciudadanos franceses consideran la religión como un asunto privado, pero el islam es más que una religión. Por utilizar una expresión formulada por el sociólogo y antropólogo Marcel Mauss, se trata con frecuencia de una «realidad social total». La espectacular y masiva irrupción del islam en el espacio público ‒ en ocasiones con violencia ‒ ha obligado a tomar decisiones difíciles. Como admite el polígrafo Philippe d’Iribarne, la ley de 2010 que prohibió los burkas buscaba bloquear el dominio islamista del espacio público y constituye formalmente una violación de los derechos individuales. Sin embargo, defiende que la prohibición está concebida para obstruir la creciente coerción islamista. En otras palabras, Francia está sumida en una lucha entre dos colectividades: el Estado laico y el modo de vida islamista. «El islam es mucho más que una religión en este sentido estricto; se trata más bien de un movimiento a la vez religioso, social, político, algo que no nos permiten aprehender nuestras categorías. Por defecto lo calificamos de una “religión”, lo que no nos permite reaccionar de manera adecuada en relación con él, en concreto reaccionando ante su proyecto de conquista social y política, en el que la coerción de los cuerpos desempeña un papel muy importante». El islam político ha ejercido un especial atractivo para «grupos desestabilizados por las experiencias coloniales y migratorias, por la precariedad y la pobreza, por la inferioridad cultural y simbólica».

Aunque discrepan en muchos temas, los autores mencionados en este ensayo intentan defender valores ilustrados con las armas históricas, literarias y filosóficas de la moderna civilización francesa y occidental. Al rechazar toda apelación a los bajos instintos racistas, luchan contra el islam político y el uso inadecuado del «racismo» y la «islamofobia». Politique Autrement, el «club de reflexión» de Jean-Pierre Le Goff, y Le Figaro, el periódico conservador parisiense, han difundido con frecuencia sus críticas del islamismo y su defensa de determinadas tradiciones francesas. Sin embargo, los progresistas serían tontos si se limitaran a rechazarlos como derechistas puramente nostálgicos

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