Friday, March 23, 2018

Una nueva película sobre el rescate de Entebbe secuestrada por las malas ideas - Liel Leibovitz - Tablet



De manera grave y severa, un personaje le dice a otro que la lucha debe continuar por el bien de los rehenes. Con igual afectación moral, el otro personaje le responde que "si la pelea continúa, todos somos rehenes". Esto último es metafórico, tal vez incluso metafísico, reflexionando sobre un futuro marcado por unas hostilidades perpetuas. No obstante, el primer personaje es un poco más literal: hay 246 hombres, mujeres y niños detenidos a punta de pistola en Uganda que necesitan ser salvados.

¿Cómo resolver este problema de comunicación? Es difícil determinar que provoca que “7 días en Entebbe”, una nueva adaptación cinematográfica de lo que podría ser la operación de rescate más audaz de la historia, sea tan particularmente irritante de ver. En un momento es Ziv, un joven comando endurecido a punto de presentarse para el deber discutiendo con su novia, una pacífica bailarina. Un momento después, es Shimon Peres el animador principal de la operación, discutiendo con su tembloroso frenesí con el primer ministro Yitzhak Rabin. No importa quién esté hablando, la pregunta en mente es la misma: ¿cuánto tiempo debemos luchar?

La respuesta para casi todos, excepto para esa clase intelectuales y guionistas de “elevada conciencia y arrogante superioridad moral”,  no resulta demasiado complicada: siempre y cuando haya tipos malos con armas de fuego que intenten matarnos. En “7 días en Entebbe”, sin embargo, los malos no son tan malos: son intelectuales alemanes, lo que significa que periódicamente deben dejar de lado sus AK-47, y debaten sobre la naturaleza dialéctica de la historia.

El paradigma que muestra del villano como estudiante de posgrado no es intrínsecamente terrible, ni tampoco es históricamente inexacto. Wilfried Böse y Brigitte Kuhlmann, los dos secuestradores alemanes del avión, eran, según muchos relatos de sobrevivientes, propensos a largas conversaciones sobre justicia y virtud y otras abstracciones, y hay algo en esa polvorienta terminal africana sin aire acondicionado, con un ultimátum en marcha y el reloj consumiendo el tiempo marcado, que podría haber dado lugar a una buena pieza de teatro existencial, casi abstracto. Uno puede imaginarse una película sobre Entebbe donde, conociendo ya todos el relato repleto de acción, se abandonaran las explosiones y los disparos durante dos horas de diálogo tenso, una especie de “Doce hombres sin piedad”, con una pugna retórica y enojada entre los rehenes y sus torturadores.

Y a veces, esa parece ser solamente la película que los actores que interpretan a Böse y Kuhlmann - Daniel Brühl y Rosamund Pike - tienen en mente. Cuando Kuhlmann telefonea a un amante en su casa en Alemania y relata cansinamente el secuestro, parece ansiosa por escapar no solo de Uganda, sino de la propia película, privándola de un papel que trasciende de los gritos y convulsiones nerviosas.

Difícilmente puedes culparla. Como gran parte del Hollywood actual, “7 días en Entebbe” cree que la principal responsabilidad de una película es hacer declaraciones progresistas, dejando de lado el arte sin restricciones. El mensaje es el medio, y el mensaje se entrega mucho mejor mediante ráfagas de discursos políticos. Tristemente para todos estos biempensantes, las masas que despojadas de una tan elevada moralidad vamos al cine solamente buscamos entretenernos, no educarnos, lo que deja a la película en graves aprietos.

Desinteresados de las verdaderas profundidades del terrorismo, y desdeñando el puro cinetismo de una buena secuencia de acción, se opta por algo intermedio. La escena culminante de la película, por ejemplo, la incursión en la terminal, está rodada con una exasperante y transversal cámara lenta que la asimila a una especie de espectáculo de danza moderna, lo que te obliga a abrazar su temática de guerra como metáfora de un frustrante último momento. Mientras que Chuck Norris, el héroe de una película anterior inspirada en Entebbe, atacaba a los malos con una moto que lanzaba cohetes, las ágiles bailarinas ahora se arrojan sobre un escenario desnudo. La catarsis no está permitida, pero tampoco resulta divertido.

Lo cual no es solo un fallo artístico, sino también moral, e incluso teológico. En cualquier historia sobre un buen combate contra el mal, los disparos son a menudo signos de puntuación, vitales para entender la trama más grande que tenemos entre manos, y la conversación dentro de la película decae no solamente porque no funciona, sino porque no logra conmover nuestra alma con un reconocimiento primordial de lo que propulsó básicamente a gente como Böse y Kuhlmann hacia la violencia.

Las buenas películas captan esa verdad de forma intuitiva: basta con comparar “7 días en Entebbe”  con “Carlos”, la obra maestra de Olivier Assayas que rastrea la vida y obra del architerrorista que se hizo amigo de los compañeros revolucionarios de Böse y Kuhlmann. Al igual que un Robert Bresson de los últimos días, Assayas estaba interesado en la cuestión de la salvación, y entendió que su personaje también lo estaba, siendo sin embargo un asesino infame. La película sigue a Carlos mientras busca la redención a través de un baño de sangre tras otro, y mientras nos hundimos más y más en la violencia nos damos cuenta de que la violencia engendra solamente violencia, no trascendencia. Palabra y acción van juntas. Si nos niegan lo primero, la busca de la redención, el resultado es vulgar, y si nos niegan lo segundo, la violencia, el resultado es aburrido.

7 días en Entebbe” no se preocupa por ninguno de ambos, redención y violencia. Interactúa con el mundo como lo haría en una cena en Georgetown o en las páginas de opinión del New York Times, haciendo declaraciones ampulosas y sin derramamiento de sangre mientras mira hacia los lados para observar la aprobación de sus camaradas. La película se abre con un mensaje en el título donde se explica que, si bien algunos ven a los secuestradores como terroristas, otros los ven como luchadores por la libertad. Termina con más tarjetas de presentación, informándonos que el agradable primer ministro que hemos admirado, Rabin, fue asesinado por un fanático religioso judío que no compartía sus puntos de vista sobre la inutilidad de la lucha. Esos mensajes no son incidentales, ellos conforman la película, y todo lo demás que sucede en medio está ahí para servir a la declaración vacía y vacua que la película elige realizar.

Sí, la guerra es terrible, y aquellos de nosotros que la hemos vivido lo comprendemos mejor que la mayoría. Pero el progreso no vendrá de declaraciones vacías y gestos sin sentido, de metáforas bonitas y películas sin vuelo. Procederá del trabajo artístico, político, espiritual que comience planteando las preguntas difíciles y admitiendo las verdades incómodas: que el mal existe, que nos ataca a menudo, que el corazón abierto y el puño cerrado deben aprender a trabajar juntos para que ambos puedan sobrevivir.

Los hombres que arriesgaron sus vidas en Entebbe lo sabían intuitivamente. Es una pena que los hombres que reclaman el derecho a contar sus historias cuatro décadas más tarde ya no lo hagan.

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