Monday, February 02, 2015

Tony Judt está envejeciendo mal - Adam Kirsch - Tablet



La nueva colección de ensayos de los años finales del historiador dice más sobre sus prejuicios que sobre sus logros.

Fue en una fiesta a principios de 2002, pocos meses después de los atentados del 11 de septiembre, cuando escuché por primera vez a alguien declarar, como si fuera evidente por sí mismo, que el Gobierno de George W. Bush era fascista. La acusación se refutaba a si misma, por supuesto, porque las personas que viven bajo un auténtico régimen fascista no van por ahí atacando crudamente al régimen en las fiestas, pero desde luego era un síntoma de los tiempos. La paranoia post 11 de septiembre tomó muchas formas, y una de ellas consistió en la paranoia sobre el gobierno americano (y no sólo en los círculos "Truther", los círculos que ven conspiraciones ocultas tras cada suceso importante). Si usted lee a Art Spiegelman en “A la sombra de las No Torres”, por ejemplo, o a Philip Roth en “La conjura contra América”, productos ambos de los primeros años tras el 11 de septiembre, podrá observar cómo el miedo y el temor que provocaron los ataques fácilmente podría ser transferido desde los fanáticos islámicos que actualmente perpetran barbaridades a los propios Estados Unidos.

No es necesario criticar los graves delitos de la administración Bush, las guerras fallidas, la tortura y los abusos, la orwelliana vigilancia para señalar que, entre gran parte de la izquierda, el odio a George W. Bush fue una proyección psicológica o de sustitución. Esto fue particularmente cierto, creo yo, entre muchos judíos izquierdistas. Después de todo, cuando emerge un movimiento terrorista que declara que su objetivo explícito es asesinar a los estadounidenses y a los judíos, resulta mucho más cómodo para algunos judíos estadounidenses afirmar que tienen más miedo de su propio gobierno, el cual no ha ido contra ellos, antes de tener que admitir que en realidad tenían miedo de los fundamentalistas islámicos, que eran quienes les amenazaban. Condenando las injusticias de la administración Bush no les privará ser decapitado, como sucedió con Daniel Pearl en Pakistán, o que su autobús pueda saltar por los aires, como tantas veces sucedió en Israel durante la Segunda Intifada.

La historia completa de la reacción judía estadounidense al 11 de septiembre sería un tema muy interesante para que algún historiador lo estudiara y describiera, y cuando lo haga deberá dedicar un capítulo completo a Tony Judt. Pues durante los años de la administración Bush, Judt, un historiador de la Europa de la posguerra, que hasta aquel entonces era conocido principalmente por otros historiadores, surgió como el principal portavoz de una rama del izquierdismo judío americano. Escribiendo principalmente en el New York Review of Books, Judt utilizó una serie de ensayos y reseñas para hacer avanzar su escrito de acusación contra los Estados Unidos e Israel, cuyas acciones catalogó como las principales responsables de la violencia y la inseguridad en el Oriente Medio. Estados Unidos bajo Bush, argumentaba Judt, se levantó desafiante contra el derecho internacional y la opinión europea, convirtiéndose en un beligerante Estado canalla cuya invasión de Irak amenazó con destruir el orden mundial. Sin embargo, su principal crimen fue el patrocinio de Israel, cuya ocupación de la tierra palestina era la principal causa de los problemas y quejas árabes, y del odio contra Occidente. Con el tiempo, esta crítica se ampliaría dirigiéndose hacia los desarreglos económicos y sociales del bienestar en los Estados Unidos, reclamando Judt un retorno al por mayor a los valores del Estado de bienestar basándose en el modelo europeo de la posguerra.

Ahora todos esos ensayos han sido publicados en forma de libro con el título de “Cuando los hechos cambian: Ensayos 1995-2010”, y la lectura de los polémicos ensayos de Judt una década después de que fueron publicados por primera vez resulta una forma muy útil de ponerlos en perspectiva. Se hace evidente, por ejemplo, que no fueron ni la novedad ni la originalidad de las ideas de Judt las que le convirtieron en un conocido y significativo polemista. Tomemos, por ejemplo, el más discutido de todos sus ensayos, "Israel: La Alternativa", que apareció por primera vez en el New York Review en octubre de 2003. Aquí Judt argumentaba que los asentamientos de Israel en Cisjordania ya habían convertido a la solución de dos estados en algo imposible e irrealizable, por lo que la única forma de salir del estancamiento consistía en crear un único Estado binacional en Israel-Palestina. Esto, por supuesto, no era de ninguna manera una idea novedosa, y en los años siguientes sería retomado por muchos, desde Sari Nusseibeh, en su libro “¿Para qué un Estado palestino?", a Muammar Gaddafi, quien pidió la creación de un nuevo país que debería ser llamado "Isratina".

Como muchos de sus partidarios sugirieron correctamente, con la "solución de un único estado" en realidad estaba apelando principalmente a aquellos que miraban con agrado la desaparición del Estado judío o, en el otro extremo, a los fanáticos del Gran Israel que querían asegurarse de que ninguna Palestina pudiera surgir en los mapas. Judt, sin embargo, no fue un ideólogo de la izquierda. Él era un historiador con unas credenciales liberales impecables y que incluso en su juventud fue un ardiente sionista y en algún momento un kibbutznik. Lo que Judt hizo realmente fue legitimar la "solución de un único estado", la desaparición de Israel, entre los medios intelectuales, de la misma manera que Mearsheimer y Walt legitimaron que se hablara de un "lobby judío pro Israel". Con la publicación de “Israel: La Alternativa", quedó claro que muchos judíos liberales e izquierdistas estaban dispuestos a negar públicamente la necesidad o la posibilidad moral de un Estado judío.

Para el verdadero tema u objeto de su ensayo, y esto también resulta ser cierto para todos sus ensayos más apasionados, tiene poco que ver con la situación política del Oriente Medio. Se trata más bien de una “dramatización de la crisis de conciencia” que muchos judíos liberales comenzaban a sentir y ahora sufren con respecto al sionismo. Para Judt, el sionismo es un nacionalismo étnico, y si hay una cosa de la que verdaderamente se enorgullecen los liberales del siglo XX es de su rechazo del nacionalismo étnico. Como escribía Judt, “ahora vivimos en una época donde ese tipo de Estado ya no tiene lugar, en un mundo donde las naciones y los pueblos se entremezclan cada vez más y se casan a voluntad, donde los impedimentos culturales y nacionales a la comunicación han colapsado, donde cada vez más de nosotros mismos tenemos múltiples identidades electivas y nos sentiríamos desagradablemente restringidos si tuviéramos que optar por una sola de ellas. En un mundo así,  un país como Israel es verdaderamente un anacronismo".

Lo llamativo de todo este párrafo donde sintetiza sus ideas es lo profundamente ahistórico que es, y esto viniendo de un historiador. Por supuesto, no vivimos en el mundo descrito por Judt, no desde luego en el 2003, y aún menos en el 2015. Lo que sí puede ser verdad en los barrios más cosmopolitas de Europa y América, está lejos de ser cierto en el Oriente Medio, donde sunitas, chiítas, alauitas y kurdos están comprometidos en una guerra sectaria masiva que se extiende desde el Líbano hasta Turquía. Y tal como nos sugiere el ascenso de los partidos anti-inmigración y nacionalistas en la Europa actual, incluso allí, en su estimada Europa, el apetito por el multiculturalismo está disminuyendo. Pero es que para los judíos de Israel, arriesgar su futuro para construir un Estado multinacional a la moda de Judt, justo en el momento en que casi todos los estados del Oriente Medio están inmersos en guerras civiles, sería una auténtica locura o, como reconoce el propio Judt, "una mezcla poco prometedora de realismo y utopía".

La argumentación de Judt sólo tendría cierto sentido si se aplicara, no a los judíos en Israel o en los Estados-nación en general, sino a los judíos del Occidente más liberal, donde de hecho tienen "múltiples identidades electivas". A lo que se resiste Judt es a la obligación de poner la identidad judía, tal como se expresa en el sionismo, por encima de las otras identidades, como la americana, europea, liberal o cosmopolita. En otras palabras, Judt estaba redescubriendo una de las tensiones más antiguas existentes en el judaísmo, la tensión entre el universalismo y el particularismo, y le resulta imposible experimentarla. Es por eso que "Israel: La Alternativa" es una declaración de profunda impaciencia, de su deseo de que Israel desaparezca para que las obligaciones de solidaridad judía también puedan desaparecer.

Por esa misma razón, Judt se vio obligado a negar que el antisemitismo constituyera algún tipo de amenaza real para los judíos que vivían fuera de Israel. Aquí, también, su argumento ha envejecido especialmente mal en tan sólo los últimos años. En "El problema del mal en la Europa de la posguerra", una conferencia originalmente leída al público alemán en 2007, Judt instaba a los europeos a dejar de tener miedo de criticar a Israel a causa de la memoria del Holocausto. La verdad, según él, es que los judíos ya no estamos bajo amenaza: "Imaginen el siguiente ejercicio: ¿Se sentirían seguros, aceptados, bienvenidos, hoy como musulmanes... en los Estados Unidos? ¿Y cómo un "paki (pakistaní)" en algunas partes de Inglaterra? ¿Y cómo un marroquí en Holanda?... ¿O lo cierto es que ustedes se sentirían más seguros, más integrados, más aceptados, como judíos? Creo que todos sabemos la respuesta".

Por supuesto, la respuesta que propone a "todos conocemos la respuesta" es que sí, que se sentirían más seguros como judíos. Pero el número de judíos europeos que hacen aliya, o los que se quedan atrapados en las sinagogas por manifestantes islamistas, o bien los que son masacrados en los supermercados kosher, en las escuelas judías y en los museos judíos, o los que son golpeados en la calle por llevar una kipá o algún signo judío, podrían indicarle que habría que dar una respuesta diferente. Aquí, nuevamente, Judt el historiador cierra los ojos ante lo que realmente está pasando en el mundo, y todo ello con el fin de hacer avanzar esa idea que le resulta tan reconfortante de que el sionismo y sus imperativos de defensa propia están obsoletos.

Pero no son solamente en sus ensayos sobre temas judíos se revela que Judt estaba más motivado por el mito y el sentimiento que por su faceta profesional, la historia. La cuarta sección del “Cuando los hechos cambian” se dedica a lamentarse agriamente por el deceso del estado del bienestar de la posguerra, que se encarna para Judt en el sistema ferroviario británico de su juventud. "Los ferrocarriles eran y siguen siendo el acompañamiento necesario y natural para la emergencia de la sociedad civil", escribe Judt. La existencia y el funcionamiento de una red ferroviaria nacional es "algo que el mercado no puede lograr", sino algo que el gobierno debe suministrar como un bien público. Sin embargo, esta preferencia por viajar en tren parece ser una opción estética, en lugar de una necesidad económica o ambiental. Corresponde a la aversión de Judt por los todoterreno y monovolúmenes, y por ende por los estadounidenses que los compran, “por su gran tamaño y a causa de su sobrepeso..., un anacronismo peligroso".

Al igual que con Israel, la acusación de "anacronismo" se formula para sustituir el trabajo de análisis y de discusión. Porque "nosotros", de una manera instintiva, ya sentimos que se trata de algo incómodamente pasado de moda, y ya no podemos evitar las molestias mirando hacia abajo o hacia otro lado. En ninguna parte existe una argumentación concreta de por qué los contribuyentes deben pagar por una red ferroviaria que no necesitan, ni desean, ni utilizan. Del mismo modo, Judt ataca reiteradamente la era Clinton por su ley de reforma del bienestar, comparándola con la Ley de Pobres del tiempo de Dickens, sin siquiera molestarse en explicar lo que la reforma del bienestar realizó, o por qué tantas personas, incluidos los demócratas, sentían que era una buena idea. En todos estos casos, Judt abandona las responsabilidades del historiador, básicamente explicar por qué las cosas son como son, para optar por las gratificantes experiencias del editorialista, reprendiendo y exhortando sobre cómo deberían ser las cosas. El resultado es que sus ensayos leídos ahora aparentan ser más bien los síntomas de su época, en lugar de tratar de explicárnosla.

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